Siempre he pensado que la historia de mi primera vida vale más que las ocho que aún me quedan aunque, quién sabe, el destino podría sorprenderme y todas mis vidas resulten igualmente interesantes. Yo nací en Lago Agrio, una ciudad calurosa en la Amazonía ecuatoriana. Sin embargo, soy un híbrido de persa e himalaya, muy blanco, aunque con unas vistas naranjas que no son de mi agrado porque me han dicho muchas veces que se asemeja al cabello de un lamentable ex presidente de algún país... comprendo que no puede ser todo perfecto. En cambio, quienes me conocen se mueren por mis enormes ojos azules. Ciertas peripecias recientes me han ennegrecido un poco, lo que me desagrada, pero son el aliciente para relatar mi vida al más puro estilo de la novela picaresca.
Hace siete años, recién nacido, viajé por tierra de Lago Agrio a un desagradable departamento en Quito. Ahí estuve algunos días hasta que llegó Nadia, hermana de Morgana, mi nueva madre humana. Ella me escogió por ser el más fuerte y decidido entre mis hermanos. Por eso fui a parar en un bonito penthouse en la González Suárez, en el edificio Vista Hermosa, que hace honor a su nombre.
Era un departamento grande, de dos niveles, repleto de libros de piso a techo. Desde el primer día, hallé refugio en aquellas repisas, y un lugar perfecto para mi ejercicio diario en las gradas internas. Sin embargo, como siempre hay una nube negra, para mi eterna vergüenza, yo había traído un hongo de Lago Ario. ¡Casi me devuelven a ese sitio! Mi permanencia se la debo al veterinario que abogó por mí. Recomendó baños diarios -tortura de las torturas- con un shampoo medicado. Sufrí lo indecible con los terribles baños, pero no me expulsaron de mi nuevo hogar. Me quedé en Vista Hermosa y me dediqué a explorar hasta el último rincón de mi apartamento. Como soy curioso -virtud felina, por cierto- un día quise probar como sería saltar desde un balcón interno al piso de abajo. ¡Mala idea! Se fracturó mi pata delantera izquierda. Menudo susto, pero sobreviví. Eso sí, todavía cargo con las consecuencias de esta imprudencia.
Cuando me duele, trato de comunicarlo a los humanos de mi familia. Lamentablemente, no me entienden porque ninguno habla farsi, el idioma de mi patria iraní. He insistido por varios años, pero ya me he resignado a que nadie me comprenda.
Un año más tarde, Morgana se fue a Estados Unidos a estudiar. Me dolió ser abandonado. Seguro que, si tuviese acceso a un psicólogo gatuno, hallaría todavía hoy, secuelas de este trauma. Pero, igual tocaba seguir adelante, así que resolví acercarme a mi abuela Viviana y a mi tío Tiag. Con él hice excelentes migas - adolescentes, él y yo- mantuvimos largos diálogos. Aunque él no me entendía, percibí que le interesaba escucharme, así que a su regreso del colegio le relataba, con lujo de detalles, los eventos de cada día. Así transcurrieron unos años apacibles y dichosos. Mi diversión favorita era participar en los sermones de mi abuela a su hijo cada vez que este se comportaba mal. El tono de voz me indicaba que había lo que yo llamaba reunión de familia. Me sentaba a escuchar y opinaba también obvio, a veces retando a Tiag, otras a Viviana. Por las noches, para sentirme útil me gustaba hacer reiki cuando todos dormían. En silencio me acercaba y ponía mis manos sobre sus cabezas para limpiarlos de cualquier mala energía. Ah y para que no piensen que solo paso relajado, mi trabajo era despertar a Tiag todas las mañanas para que fuese al colegio, claro, (el último año online).
Fueron años apacibles y dichosos. El cambio llegó súbitamente. Mi abuela Viviana decidió migrar a Lisboa y me ordenó permanecer en Quito hasta que ella tuviese lista toda mi extensa documentación de viaje. Mientras tanto, me despachó al apartamento de su novio, un espacio bastante más pequeño al que estaba acostumbrado. Ya le conocía por sus visitas, pero otra cosa es la convivencia. A pesar de mis recelos, hicimos un buen dúo. De alguna manera, mi naturaleza sociable encajó con su estilo solitario y antisocial. Aunque, para ser sincero, tampoco es que yo tenía mucha opción. En lo positivo, él madrugaba y su segunda actividad del día era preparar mi desayuno. Por recelo al virus, él trabajaba en su apartamento, así que me acompañaba durante el día. En la mañana, yo ingresaba a su estudio, sea para tomar una siesta en un sillón de lectura arrullado por el tecleo en la computadora u, ocasionalmente, para dar un salto a su escritorio a fin de revisar a qué estaba dedicado y, conforme mi estado de ánimo, tal vez darle algún consejo. En lo negativo, este señor era demasiado estricto y aficionado a los castigos. Por ejemplo, un día me escapé al balcón del vecino. No me pareció tan grave, se trataba tan solo de explorar un poco el vecindario. Pero, él se molestó y me encerró el resto del día en una habitación. Más tarde, logré mi desquite. Hallé un esconderijo tan bueno que él nunca logró descubrirlo. Yo podía pasar allí el día entero -con una sonrisa fija- mientras él se daba vueltas gritando mi nombre. Los lectores tienen que entender que soy un gato y, por ende, soy orgulloso y debo imponer mi criterio. Al mismo tiempo, digo yo, algo hay que inventar para divertirse de vez en cuando. No se puede ser tan aburrido, durmiendo el día entero.
En todo caso, la estadía con este amigo debía durar apenas dos meses, pero se prolongó a más de ocho. Me acostumbré a esta cotidianidad, especialmente porque obtuve su anuencia para dormir en su cama. Yo sospechaba que mi anterior dueña ya se había olvidado de mí, hasta que un día recibí una absoluta sorpresa. Vino a recogerme su asistente. Lo reconocí de inmediato. Nada bueno esto, pensé. Sin pedir mi venia, me metió en una mini-maleta, supuestamente para gatos. Le hablé a mi amigo, pidiendo su ayuda. En tono triste, me dijo que no me preocupara porque ya era hora del reencuentro con mi abuela y mi tío. Vas para una mejor vida, me explicó. Yo soy conservador, no me gustan los cambios en general, y peor los abruptos. Si nos llevábamos bien él y yo -salvo uno que otro desencuentro- ¿para qué querría cambiar de vida? Estaba por prometerle que no haría más travesuras, pero no me dieron tiempo. Me embarcaron en un carro. Me puse inquieto. No entendía lo que ocurría a pesar de que días antes me habían cortado el pelo, dejándome con un look casi que militar, lo cual no me había dado ninguna buena espina. Pero nunca imaginé la dimensión de todo esto. No comprendía, ni de lejos, que estaba de camino al aeropuerto y a punto de viajar a Madrid. Y de viajar con mi peor enemigo, René, el veterinario quien, todos los meses, me sometía a la tortura del baño, corte de uñas y de pelo, y otras barbaridades más como vacunas y pastillas.
La experiencia fue horrible. Yo nunca volveré a hacer un viaje aéreo internacional. Enquistado en una maleta insoportablemente pequeña, mareado y angustiado, me colocaron debajo del asiento de un aparato que luego me contaron era un avión. Podré no hablar castellano pero, con esfuerzo, lo comprendo y, además, poseo un instinto para identificar situaciones de riesgo. Ahora sé lo que es un avión. En ese momento no lo sospechaba siquiera. Sentí miedo. No miedo, pánico. Una vez abordo, me instalaron debajo del asiento de René. Menos mal, pronto caí dormido gracias a las gotas tranquilizantes que René me había dado. Hay momentos en que uno solamente quiere dormir para olvidar. Lo que sea que fuera a pasar, ya no lo quería conocer. Desgraciadamente, no pude dormir mucho. Ese aparato comenzó a traquetear y entonces supe lo que tanto había oído hablar a los humanos: el famoso ataque de pánico. No podía parar de llorar y mi corazón iba a mil. René levantó mi maleta y comenzó a acariciarme, pidiendo que me tranquilizara. Seguí histérico hasta que otra vez caí dormido. Después me enteré que me había puesto más gotas.
Para cuando aterrizamos en Madrid, me encontraba deshidratado. Necesitaba orinar. Me habían puesto pañales, pero no lo iba a hacer en pañales. Soy un gato -a mucho orgullo- no un perro ni un bebé humano. La mala suerte quiso que nos demoraran en la aduana. Yo temía que ya había perdido una de mis nueve vidas y presentía que René era el diablo en persona. Para mi sorpresa, él salió a defenderme con capa y espada cuando los funcionarios españoles no sellaban mis documentos ni nos dejaban salir.
—Usted viene a vender este gato.
—¿Cómo?
Los tarados de migración, en ese español duro lleno de jotas guturales, alegaban que René me había traído para revenderme. Claro que soy un gato cotizado, pero su argumento era ilógico y económicamente absurdo. René se puso molesto y les aclaró que yo estaba estresado y que, por respeto a los derechos de los animales, debían dejarme salir de inmediato. Sorprendentemente, le hicieron caso.
Casi al límite de mis fuerzas, escuché una voz conocida. Era Morgana, mi madre. Ella me abrazó y yo me sentí en paz. Así llegué a Madrid. Ya no tenía miedo, solo estaba agotado. René, de alguna manera, ya no era mi enemigo. Pensé en mi amigo de Quito, sentía que él no me había abandonado, pero ya no estaba más. ¿Qué sería de él? me pregunté. Recordé una frase suya: "Gato bobo, la vida es un conjunto de ciclos." Tenía toda la razón. Estaba a punto de iniciar un nuevo ciclo.
Pasé una noche tranquila en el apartamento de Morgana. Cuando amaneció me sentía tan bien que me entró un deseo irresistible de hacer una travesura. ¿Qué de malo podía haber? Así que me escondí. Morgana y su novio se asustaron. Temían que yo me había escapado. Corrían de un lado a otro de su pequeño apartamento, incapaces de entender por qué no me encontraban. Me llamaban a gritos, pero yo quedé en mute, riendo por dentro. El novio bajó hasta la calle preguntando por mí y repartiendo su número de celular para que le avisaran si me veían. Me gustó probar cuán estaba dispuesto a luchar por mí. Lo que ellos ni se imaginaban es que yo había logrado introducirme a un armario en lo alto de la cocina, el último sitio que se les ocurrió buscar. No tengo sentido del humor, pero esta situación me divirtió mucho.
Por la tarde, sin embargo, me encontré otra vez metido en mi maleta de viaje. ¿Cómo? ¿Qué? ¿What? El miedo, ¿es que acaso esto no se acabaría nunca? ¿Tal vez me estaban castigando por haberme escondido? ¿Tan grave era mi inocente travesura? Me sacaron del apartamento y me llevaron a un carro. Menos mal, me dejaron salir de mi maleta para viajar un poquitín más a gusto. El chófer hablaba en una lengua extraña que me explicaron era portugués. Morgana llegó tiempo después y me abrazó. Todavía no me habían contado qué iba a ocurrir, pero me sentía seguro a su lado así que, mientras duró la travesía, me dejé llevar y comencé a ronronear.
Seis horas más tarde llegamos, en la oscuridad de la noche, a una casa. Pude ver que timbraban a una puerta.
De pronto, Morgana me cargó y caminamos hacia la entrada. Y allí, ¿a quien veo? A Viviana, mi tío Tiag, y mi tía Nadia. ¿Tal vez sí estaba muerto y había entrado en otra dimensión? ¿Tal vez todos habíamos muerto y ahora estábamos en el cielo de los gatos? Este no era el departamento de Vista Hermosa, no era Quito. ¿Dónde estaba? Luego supe que había llegado a Lisboa, a la parroquia de Carcavelos. No estaba muerto, seguía vivo. Confieso que me enojé. No quise saludarlos. Viré la cara. Uno no se desaparece por ocho meses para luego asomar de la nada fingiendo que todo está perfecto. Me pegué a Morgana y dormí con ella. Suponía que estábamos seguros, pero todo era muy extraño.
Y al día siguiente comenzó mi jornada de descubrimiento en mi nueva casa. La hierba verde, nueva para mí. En el departamento de Vista Hermosa había una pequeña terraza. En esta casa, un jardín inmenso.
Un día caí a la piscina. Fue una extraña sensación. Tiag pensó que me ahogaría y se lanzó a rescatarme. ¡Já! Yo sé nadar. Así que, con mucha elegancia, lo hice hasta el borde y salí, antes de que Tiag me pudiese alcanzar. Pero, eso de piscinazos no es una actividad agradable. Ahora, me limito a beber agua de la piscina ciertas mañanas a fin de provocar gritos airados de parte de Viviana y de Tiag.
En todo caso, en este presente, me siento feliz. Un gato no debe dejar ver mucho sus emociones, es cuestión de estilo y distancia, pero cuánto disfruto salir por la mañana a recorrer mis territorios y regresar con hojas y ramitas para mi siesta matutina. Tiag toca un instrumento extraño que él llama guitarra eléctrica. Como él es noctámbulo, paso horas consigo oyendo su música. Viviana se encarga de que todo funcione, tal como hacía en Quito. Acá me llaman Marqués. Me gusta mi nuevo nombre. Todos quienes vienen de visita, me saludan. El dueño de casa quedó pálido cuando me conoció porque, según él, soy idéntico al gato que su esposa había tenido cuando joven. Tal vez soy el mismo, reencarnado, y de regreso a mi antiguo hogar.
Algunas personas afirman que el Covid les ha causado un upgrade. Yo pienso que eso mismo ha sucedido conmigo. Hoy me aventuré a la casa vecina para apropiarme de su territorio. Salió un perro a mi encuentro y, calmadamente, le indiqué que debía entregarme la llave de su ciudad, tal como hacía la reina Isabel la Católica cuando iba a conquistar tierras moras. Me miró extraño, y me gruñó. Oportunamente volveré. Mi marquesado debe extenderse. He oído que en Portugal se añora su época de gran imperio. Hay quienes suspiran cuando exclaman aquella famosa frase: "Olivença é nossa", recordando territorios ancestrales arrebatados por España hace un par de siglos, sentimientos similares a los compartidos en ciertos círculos ecuatorianos. ¡Voy a dedicarme a esta misión pues ahora soy un marqués portugués!
Querido Lotus,
Espero que estés disfrutando de tus días llenos de siestas soleadas y aventuras felinas. Quería recomendarte un libro que sé que te encantará: “Los gatos guerreros” de Erin Hunter. Es una historia fascinante sobre clanes de gatos valientes y sus emocionantes batallas y amistades.
Me encantaría saber qué opinas de las aventuras de estos intrépidos felinos, y espero con ansias escuchar un ronroneo tuyo mientras disfrutas de la lectura. No hay nada mejor que un buen libro y el suave sonido de tu compañía. ¡Cuídate mucho y sigue siendo el gato maravilloso que eres!
Con cariño, Nicol