En colaboración con Nadia Acevedo.
Fotos: Nadia Acevedo
Eran las 8 de la mañana. El tren rodaba desde Milán hacia Cannes. Un viaje de cinco horas y media por un trayecto famoso por ser uno de los más bonitos del mundo, a lo largo de la costa mediterránea. De la locura y desorganización de Italia uno se traslada a la elegancia monegasca, al glamour de la Costa Azul, donde no es raro ver en la calle a mujeres vestidas con el atuendo atigrado de Jane, la novia de Tarzán. Recuerdo que, a mis diez años, observé a una mujer en una tanga atigrada caminando del brazo de su Tarzán casi desnudo en la noche. Casi me dio tortícolis porque no podía dejar de torcer el cuello mientras se alejaba la pareja.
Cuando anuncian Cannes, olvido el pueblito de Ventimiglia, el último en Italia antes de pasar a Francia, donde es notoria su decadencia y cuya playa parece que ha estado en reconstrucción hace mil años. A los pocos minutos, comienzo a absorber la belleza y sabor de los pueblitos franceses: Nice, Antibes, Cannes…
El apartamento que estoy ocupando es pequeño, sin internet. Ni modo. Lo comparto con dos amigas que han venido conmigo.
¿Qué ocurre en Cannes? Te levantas a las seis de la mañana para ir de inmediato a retirar las revistas indispensables en el Marriott: Le film français, Variety, The Hollywood Reporter, Grazia daily. Las ojeo mientras tomo un café, solo que aquí no se pide un espresso sino un café double. Acto seguido, corro al teatro para ver una película, pero, no hay de otra que hacer fila por un par de horas pues se sobrevenden los tickets y el tenerlos no garantiza la entrada. Todo esto bajo la lluvia, sin hacerle caso a mi gripe ni a mi fiebre ni a un fuego en la boca que me mata. Pero no importa. Quiero estrangular a la gente que se cola y resuelvo no meterme en una fila de seis horas para un autógrafo de Brad Pitt, porque eso ya es demasiado, aunque bien lo quisiera. Mirando la larga cola, sé que la mitad no alcanzará a entrar a ver la película, así que cruzo los dedos para ser yo una de las afortunadas. ¡Mala suerte! Entonces, voy corriendo a la salle Debussy con la esperanza que allá sí lograré entrar. ¡Ahora sí! Parece mentira, pero ya estoy instalada en mi butaca. Caigo en cuenta que me encuentro en una de las mejores salas de cine del mundo, me siento bendecida, y me ruedan unas pocas lágrimas. Mi pavor ahora es quedarme dormida mientras pasan Sorry we missed you de Ken Loach una de las más importantes películas del año, a pesar de mi café double, porque el cansancio me tumba.
Salgo de la sala y entro en el Marché, donde los productores y distribuidores negocian las películas. En este sitio, el mundo es un pañuelo. Se negocian películas de China, Costa Rica, Turquía, y tantos otros países. Observo, absorta, cómo se cierran acuerdos de distribución en cuestión de minutos, así como la desesperación de quienes ofrecen películas que no despiertan interés comercial.
Paso al American Pavilion que tiene programada una conferencia que me interesa. Es el actor Willem Dafoe, y lo escucho fascinada. El hambre toca mi puerta, así que saco mi tarrina de couscous y me siento a comer en la playa. Como rápido porque, en diez minutos, es hora de correr a ver otra película. Por la tarde, voy al desfile por la alfombra roja de los protagonistas de Dolor y Gloria, la nueva película de Almodóvar. En la pantalla, Rossy de Palma, y en el aire, la canción Come Sinfonía de Mina. Como no tengo entrada para la premiere, se me aguan los ojos cuando veo a Almodóvar saludar con Thierry Frémaux, el delegado general del Festival.
Nada como ver Les Misérables del joven director Ladj Ly, que sería galardonada con el Premio del Jurado, película que trata sobre los jóvenes inmigrantes del barrio St. Denis en París. Corro, otra vez, a ver la película Family Romance del director Werner Herzog. Otra vez, dos horas de fila. Me duele todo. Intento con los guardias para que me dejen pasar, pero ellos se niegan, que lo sienten mucho.
Con lágrimas de frustración, tomo el bus a Cannes la Bocca, porque en Cannes propiamente mi presupuesto no alcanza. El bus está que revienta. Un montón de gente en las mismas, y solo hay un bus. Llego a mi apartamento a medianoche y pongo la alarma para las seis. Las películas empiezan temprano mañana y hay que estar en la fila a tiempo.
Me siento feliz. Tenía este sueño de ver a Claude Lelouch, un cineasta que, a pesar de sus altos y bajos, ha tenido un encanto especial para mí. Cuando falleciste, Juan, la única película que me calmaba era La Belle Histoire de su autoría y, como no podía conseguir el filme, me contentaba con las imágenes de un libro que habíamos comprado en conjunto, libro que alternaba una semana en tu casa y una semana en la mía. En ese ejemplar dejé una carta escrita a medias, donde le contaba a Lelouch lo que sus películas habían hecho por mí en ese momento. No me atreví a mandársela, y el tiempo pasó.
Asistí al desfile por la alfombra roja de Un hombre y una mujer: cincuenta años después. Vi pasar a Anouk Aimée, Mónica Belucci, y el propio Lelouch. No pude entrar a la película, y eso me causó tristeza. Me parece que no es tan buena, pero sí quería estar presente. En cambio, ver a Alain Delon, aunque ya viejo, fue único. Todavía transmite su carisma y su fuerza. En Dolor y Gloria comprendo, una vez más, como el cine puede ser tan mágico y tan maléfico. Corro a ver el documental sobre Maradona y después la película de Gaspar Noé. Vi Atlantique de Matti Diop, que se llevaría uno de los premios especiales del jurado y coronándose como primera cineasta negra en lograrlo. Voy de conferencia en conferencia. No puedo creer que estoy aquí en Cannes. Despedirse es triste. Volver a la realidad mundana, luego de unos días en una burbuja fílmica, es como el bajón post rodaje. Que se agrava al entrar en Vintimiglia.
Nada de esto me sucedió. Fue tan solo mi imaginación. Estuve en Quito la semana entera. Pero, al cerrar los ojos, podía visualizar todo lo que he relatado. Agradezco el ser escritora, porque entonces siempre podré viajar en el tiempo, podré volver a mis experiencias de mis veinte y cuatro años. Agradezco que, a través de los mensajes de Nadia, puedo crear una historia. Anticipo con ansias al festival del próximo año para que, otra vez, ella me cuente todo. Y pienso que, en ciertas ocasiones, es más bonito imaginar que estar.
Así viví el último festival de Cannes. Todos los días a las 6:30 de la mañana, después de despertar a Tiag, retiraba el modo avión de mi teléfono y me ponía a buscar con obsesión las historias de Nadia en Instagram. Desde mi cuarto, la acompañaba en sus andanzas, en sus largas filas, en sus sueños. Durante ocho días, sus sueños se convirtieron en los míos. Para calmar mis deseos de estar ahí, repetí Call My Agent, con especial atención al capítulo consagrado a Cannes, con Juliette Binoche.
Cannes. El lugar en donde nacen los sueños de todo cineasta que se respete. Me gustó vivirlo a través de mi hija. No sé cómo explicar los diferentes tipos de placeres que existen y la suerte que siento de ser una escritora porque, donde quiera que me encuentre, me puedo escapar. Mi mente es poderosa, y me transporta. No recuerdo en qué obra maestra leí como un personaje describía el olor y el sabor de una calle de París que recorría. Forzaba su memoria, y se encontraba allí. Creo recordar que estaba a punto de morir y, para poder soportar el dolor de su agonía, viajaba en su mente y llegaba a esta calle, describiendo con minuciosidad la ropa de la gente, la comida, el olor del ambiente. Esos fueron mis días y hasta la próxima, Cannes, siempre serás mágico.
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