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Carta 98 - El maravilloso mundo de las carteras



Desde chiquita me fascinó el personaje de Mary Poppins. Ella extraía de su cartera todas las maravillas inimaginables. Desde una lámpara hasta un alfiler, pasando por zapatos, mandiles, remedios, etc. Ayer, mientras guardaba mi cartera roja, pensaba que una mujer definitivamente no puede vivir sin carteras y, mientras más grandes, mejor. Al menos, yo. Tal vez no sea correcto generalizar. Me contaba mi amigo Xavier que una vez, hace muchos años, saqué de mi cartera una auténtica Venus de Valdivia. No recordaba tal evento, pero me encantaría descubrir a dónde fue a parar esa Venus, porque era una pieza arqueológica que me regaló una persona muy especial y con profundo conocimiento de la materia.


Yo tengo la manía de vaciar mi cartera. Sea donde fuere. No me preocupa. Es más, al observar todo lo que sale de ella, me infunde cierta tranquilidad. Mi cartera contiene la billetera y un llavero gigante del que cuelgan una torre Eiffel y un Oscar con dedicatoria a la mejor mamá… el único Oscar que he ganado. Regalo de mi hija. A su lado, un escarabajo egipcio comprado en la gira mundial de la exhibición del rey Tutankamón. Regalo de mi otra hija para que siempre, siempre, tenga suerte. Acumulo también gafas, lentes y libretas. Las libretas son imprescindibles, para anotar mis ocasionales inspiraciones intempestivas. Estoy enterada de que se puede escribir notas en el celular, pero prefiero mis notas manuscritas, así que llevo dos o tres esferos, a fin de disfrutar esa sensación de la tinta sobre el papel. Además, estoy convencida que escribo mejor a mano… sin duda, chifladuras de una escritora neurótica. En todo caso, a mi edad, ya no me interesa dar explicaciones, sino solamente ser yo misma.



Mi Bogie, cuando recién me conoció, me regaló una cartera dorada Tiffany. Sí, Tiffany, a girl´s best friend. No lo podía creer. Parecía mentira. Grité de la emoción. Una cartera tan Viviana. La cuidé, la guardé, y la llevé en mis viajes, sin sacarla de la maleta. Ahora ya está un poco descascarada, pero la sigo usando porque todavía sirve para guardar cualquier cosa. Más aún, maravilla de las maravillas, es reversible, así que, cuando es el momento de ser una golden girl, uso el lado dorado. Cuando es hora de ser chica seria, uso el lado ladrillo. Tiempo más tarde, mi Bogie me regaló una cartera pequeñita de piel de cocodrilo, que usé, súper elegante, para asistir a la graduación de Morgana. Creo que nada hace más feliz a una mujer que una cartera. Marilyn Monroe cantaba en la película Los Caballeros las prefieren rubias que diamonds are a girl´s best friend. En mi caso particular, los diamantes son un tanto costosos y poco sirven. Pero, una cartera, eso sí sirve todo el día y a toda hora.



Al año siguiente, mi regalo fue una cartera enorme, enorme, que llevo a todas mis reuniones de trabajo tipo serio y con aire ejecutivo. En esta entran mi computadora, mi kindle, mi estuche con todos mis maquillajes, pero, lo más importante, caben la totalidad de mis nervios. Llena, pesa toneladas, seguramente por mi gran cantidad de nervios, pero, en cambio, me siento guapísima y segura de mí misma.


Estimo que las carteras hacen más llevadera la vida de las mujeres. Igual que los zapatos. Uno de estos días le dedicaré un blog a los zapatos. La verdad es que, deleitarse observando una preciosa cartera en la vitrina de un almacén, ahuyenta la tristeza. A veces, cuando estoy bajoneada, me distraigo por unas horas buscando carteras en Amazon. Literal. No me avergüenzo de contarlo. Ya estoy cansada de esconder mis debilidades. Creo que, si bien algún día pasaremos a ser solo espíritu, hoy por hoy, somos carne. Entonces, ¿por qué debería una avergonzarse de rodearse de cosas bonitas? Al diablo con todo el cuento de lo perjudicial del consumismo. A mí me gusta adquirir lo que me hace feliz en ese momento. La vida es demasiado complicada, y a veces dura, como para inhibirnos. Por absurdo que parezca, nos recuerdo a mi hermana y a mí mirando botas en Amazon en los últimos días de mi madre. Sabíamos el desenlace que nos aguardaba. Entonces, cuando la una veía decaer a la otra, le mostraba un encantador par de botas para sacarle una sonrisa. ¿Acaso nos convertimos en inhumanas por querer aferrarnos a la vida? Pienso que no. Al contrario, buscábamos alegría cuando esta se nos alejaba a pasos agigantados.



Hoy rindo homenaje a una cartera Fiorucci, en forma de placa de auto, que siempre andaba conmigo a mis 20 años; un bolso Betsey Johnson, con estampado de tigre, que aún lo conservo; una en forma de lonchera que sonaba mientras caminaba; una a lo Cruella de Vil, con piel de dálmatas (falsa por supuesto); un peluche de tigre que tenía cierre, así que le cabían muchas cosas y que, cuando me lo ponía en la espalda, asomaba la cabeza; una para viajes, muy seria, que heredé de mi mamá.




Amo mis carteras. Mientras vaciaba hace unos minutos aquella cartera dorada que me regaló mi Bogie, ví que había metido una foto de mi mamá y otra de ti, Juan, para que me acompañen en un proyecto muy importante que estoy emprendiendo ahora. Demasiadas veces olvido meter mis pastillas, y eso es un serio problema. ¿Será que mi subconsciente procura que yo no recuerde mi mal de Addison? Lo que nunca falta: dulces y chocolates.

¿Cómo harán los hombres para salir de casa con las ciento y tantas cosas indispensables que yo llevo en mi cartera? Como dice mi sobrina Nina, la vida es mucho más divertida para una chica. Y hoy me siento pink, chica rosada.

 

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