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Carta 97 - Y siguen las mamis



A pesar de que ya pasó el día de la madre, muchos pensamientos continúan posándose en mi mente. Sigo con la culpa de no haberle puesto bloqueador solar a mi hijo y de que, de pronto, aparezca con la cara hecha paspa. Y sigo con la culpa de no saber cocinar. Seguramente, los hijos de todas las otras Mamis son muy educados y se dejan poner bloqueador, pero, en mi caso, esta es una lucha de la que no siempre salgo bien librada. Tiag es, en esencia, un jovencito de buen corazón. Casi nunca deja de traer mi vaso de agua caliente por las noches para que la tome como me gusta; se preocupa constantemente de cómo estoy, y; se esfuerza para ser cariñoso y cuidadoso conmigo. Sin embargo, respecto del bloqueador, mantenemos un profundo desacuerdo…, además, la mitad de las veces, ni siquiera intenté ponérselo por pura olvidadiza.


En todo caso, si bien es cierto que mis hijos han sido siempre mimados, no puedo negar que he tenido una serie de hijos adoptivos, al tiempo de la filmación de mis películas y la puesta en escena de mis piezas teatrales. Estos hijos han sido desde niños, niños hasta mayores de setenta. A mis mellizas les tocó convivir con ellos, a regañadientes. Siempre celosas del tiempo y atención que yo les dedicaba a mis adoptivos, ocasionalmente se rebelaban contra el status quo. El reclamo más perspicaz lo planteó Morgana: “Un día de estos les voy a pedir sus certificados de nacimiento para ver si ellos pueden pasar por hijos tuyos, porque nosotras sí los tenemos”. Entre curioso e irónico que yo, la mujer menos maternal del mundo, haya sido mamá temporal para muchos y, más todavía, me jacto de haberlo hecho bien.



Recuerdo que, cuando me supe encinta de mis mellizas, mi mamá, aterrorizada, me mandó desde París un fax, como se estilaba en la época, diciendo que Gloria y Euforia eran muy bienvenidas. Era un chiste en la familia porque una vez asistimos a una obra de teatro sobre Cenicienta y sus hermanastras se llamaban Gloria y Euforia. Son guiños de ojos que solamente se entienden en familia, pero sé que en todas las familias existen, y por eso lo menciono.


La verdad es que, en ese momento, sí me sentía capaz de manejar a las mellizas. Lo que nunca había contado es que padezco, a mi manera, del famoso PTSD (post-traumatic stress disorder, o sea, el famoso stress post traumático). Mi reacción depresiva a las mellizas llegó después del parto cuando, literalmente, no dormí durante un año. Odiaba instantáneamente a quien me dijera que ser mamá era lo más lindo del mundo, pues definitivamente, no lo era. Estaba agotada. Tenía que darles de lactar cada dos horas. Estaba gorda. Me sentía triste. Mis brazos dolían por la cargada de sus canastas cuando salía de casa. Adoraba a mis bebitas, pero, ¡era tan duro!



Con Tiag fue distinto. Luego de haber tenido mellizas, un solo bebé me parecía verdaderamente sencillo. Viajó conmigo a todo lado. No me significaba problema alguno. Una vez lo acomodamos en el asiento posterior del carro, entre las grandes bolsas del supermercado, lo amarramos bien con las correas de seguridad, y lo llevamos mi mamá y yo a la playa. Tenía apenas dos meses.


Ahora pienso frecuentemente en su educación. Hace unos días escuché el término homeschooling (educación casera). Tres personas muy interesantes, con quienes estoy compartiendo un nuevo proyecto, hablaban muy favorablemente del homeschooling porque lo están poniendo en práctica con sus hijos. Yo hubiera sido una perfecta candidata para ese tipo de educación pues a mí no me gustaba ir al colegio. Y no por las clases sino porque no me gustaba ser sociable, así que me puedo imaginar lo feliz que hubiera sido quedándome en casa y estudiando, estudiando, estudiando. Sin duda, este método no es para todos. Sin embargo, vale recordar que así se educaba antaño a los niños privilegiados, es decir, a los príncipes, a los hijos de los aristócratas y de los ricos. Un tutor impartía clases a los niños, según un plan trazado por sus padres. Al no ser un programa obligatorio, daba campo a explorar lo que llamase la atención del niño, y permitía identificar y desarrollar sus aptitudes. Me imagino a Tiag y a Nadia rechazando un homeschooling porque ellos siempre han sido individuos muy sociables. En cambio, tengo casi total certeza de que Morgana hubiera estado encantada de quedarse en casa y estudiar a solas.



Eso me conduce, una vez más, a reflexionar sobre lo distintos que son los hijos. Como madre, creo que he estado abierta a aceptar esas diferencias y a adaptarme a ellas. No se les puede educar a todos por igual. Lo he palpado. Unos requieren largos diálogos explicativos. Otros, toca tratarlos con mano dura, lo que no significa falta de amor, sino todo lo contrario. Me he dado cuenta, a través de estos tres seres que vinieron a mi vida, que ellos a veces nada tienen en común conmigo y con mis intereses, lo que me obliga a emplear mucha, pero mucha, imaginación y empatía para procurar entenderlos.


No soy amante de las fechas especiales. Una que ahora me gusta oficialmente, y solo desde hace poco y gracias a mi Bogie, es el Thanksgiving, que antes ni siquiera lo celebraba. La Navidad siempre me gustó. Aunque confieso preferiría celebrarlo el 25 de diciembre, como los gringos, porque a la noche del 24 una llega ya demasiado cansada. Igual, son fechas mágicas. Y una siempre recibe un regalo inesperado. Me encanta recibir regalos e, inesperados, mejor. Aunque desecho radicalmente el mercantilismo del día de la madre, ya que mi padre nos enseñó que ese día no debía siquiera ser tomado en cuenta porque es una trampa de los comerciantes para obligar al pobre consumidor a gastar más, debo admitir en esta ocasión que sí me sentí bien. Mis hijas me llamaron varias veces a lo largo del domingo. Estuvieron ambas pendientes de mí, y eso me gustó porque no ocurre así todos los domingos, cuando cada una está en lo suyo. Me agradó que mi hijo saliera de su cueva, dejando abandonada su adicción al videojuego Fortnite, y que me dijera: “Mami, quiero estar contigo a solas, es decir, juntos tú y yo en una cita porque es el día de la madre”. Me divertí observando como ordenaba una deliciosa pizza para nuestro almuerzo. Ya comidos, me informó que yo tenía tres horas libres, pero que a las 19h00 debía estar lista para a ver juntos una película.



A veces, este tipo de fechas sirven justamente para estar unidos. Si no, es muy fácil decir mañana, mañana, mañana. Y ese mañana nunca llega. Cuántas veces yo he dicho, voy a salir a almorzar con una persona importante para mí, pero no se da. Cuántas veces me he prometido tomar un café con alguien especial y, nuevamente, no se da. Siempre damos prioridad a todo aquello que parece primordial tan solo porque es urgente: pagar las cuentas, asistir a reuniones de trabajo, entregar nuestras tareas. En cambio, las cosas más importantes, pero postergables, quedan pendientes. Pienso que también deberíamos agendar citas para estar con nuestra pareja o alguno de los hijos. He dado un primer paso en esa dirección porque todos los martes noche son reservados para Tiag, cita que él también tiene agendada y que respeta sin falta.


El gran regalo de este pasado día de la madre fue que mis mellizas se diesen el tiempo de pensar en mí y de conversar conmigo. Esperaré ansiosa esta fecha el próximo año. Un día especial para celebrar en equipo, en familia. Es bonito tomarse ese tiempo y dedicarlo a mis seres queridos. ¿Por qué no marcar un par de horas cada semana solo para estar con quienes más queremos? Sin celulares. Sin redes sociales. Solo conversando y compartiendo la dicha de estar juntos.

 

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