De pequeña, solía pensar que mi mamá era todo. Era quien solucionaba mis problemas. Era quien me ponía alegre cuando yo estaba triste. Era quien me sacaba de cualquier lío. Junto a ella, nada malo me podía pasar. Si yo sentía miedo, simplemente corría a donde ella, porque siempre sabía cómo tranquilizarme.
Pasado el tiempo, me tocó ser madre. La primera vez a los 30 y la segunda a los 40. Yo, de joven, no había experimentado ese instinto maternal. Veía como mis amigas, desde chiquitas, soñaban con ser mamás. Yo, en cambio, pensaba que nunca lo sería. Recién cuando estaba por cumplir 30, me animé. Nacidas mis mellizas, resolví que ellas serían las únicas. Extrañamente, a los 40 volvió ese deseo maternal y entonces Tiag llegó al mundo.
Mi hija Morgana me contaba ayer que en Berklee College, donde ella estudió música, no recibió una sola lección en materias prácticas como contabilidad o leyes, ni siquiera un cursillo sobre cómo conseguir trabajo. Yo ahora considero que un curso importantísimo es, de verdad, cómo ser madre. Que yo sepa, esta materia no se ofrece en ningún colegio ni universidad. Una no puede escoger la especialización maternidad por la simple razón de que no existe. De manera que una llega totalmente ignorante a las horas más difíciles de la vida. Quién sabe, tal vez podría ser un gran negocio montar la facultad de cómo ser mamá…
Todas podemos diseñar un plan de crianza basado en nuestras propias ideas más los consejos de nuestras parientas y amigas, o los consejos de los libros de autoayuda y de psicología infantil. El problema es que, en definitiva, cada hijo que viene al mundo es un ser humano completamente diferente. Por lo tanto, cada uno requiere un trato individual. Ni se diga si ha nacido con alguna discapacidad y, entonces, una tiene que enfrentar adversidades mucho más complejas, una vez más, sin ninguna instrucción previa.
Por otro lado, ¿qué debe hacer una si esta tarea, que supuestamente se la enfrentaría en equipo, en pareja, por cualquier coyuntura de la vida, le toca hacerla sola? Créanme, hay momentos en que este desafío puede ser aterrador.
Mi madre quedó viuda con cuatro hijos de 16 a 7 años. En mi caso, mis parejas se marcharon por diferentes razones, así que muchas de las decisiones importantes tuve que tomarlas yo sola, confiando en mi instinto, pero igual, aterrada.
“Yo no seré igual a mi madre”. Esto lo afirmé un sinnúmero de veces. Ahora, me observo reaccionando, en tantas ocasiones, exactamente igual a ella. Muchas veces, siento que ella me acompaña y me aconseja. En otras, ya he adquirido suficiente fuerza y autoridad para contradecirle a su espíritu, pues son ya varios años de su muerte, para explicarle por qué no estoy de acuerdo con algunas de sus ideas.
¿Seré una mala madre? Me pregunto esto en ciertos días cuando me siento demasiado cansada para cumplir con alguna tarea maternal. Cuando no tengo ganas de levantarme de madrugada para despertar a mi hijo a tiempo para tomar el bus al colegio. Cuando no quiero manejar lejos en medio del tráfico a recoger a mi hijo. Cuando ha sacado malas notas o ha hecho alguna travesura y me enojo. Cuando me olvido de ponerle bloqueador en su cara. Lo recuerdo cuando ya es demasiado tarde. Como la gran mayoría de “mamis” sí se acuerdan, algunas me encaran y me reclaman, siempre con un tonito de superioridad, ¿“No trajiste bloqueador”? Ah, y cuando me reclamo a mí misma de nunca haber aprendido a cocinar. “Mami, nunca nos hiciste galletas” Me reclamó una vez una de mis hijas.
Hace tres años, cuando decidí mandar a mi hijo Tiag por primera vez a un campamento de verano en Estados Unidos, él estaba volando con fiebre. Me pregunté una y veinte veces si debía o no enviarle. A las 10:00 de la noche llame al pediatra para pedir su consejo. Este doctor es un ser especial, maravilloso. Nunca olvidaré cuando le pregunté si estaba bien criar a mi hijo como vegetariano, y me contestó: “Es la alimentación del futuro. Me parece perfecto. Y si no funciona bien, le cambiamos la dieta”. Resultado: Tiag ahora tiene 14 años y muy raras veces ha enfermado. Y, cuando le ha tocado, sana al poquísimo tiempo pues no tiene toxinas. En todo caso, en esa ocasión, víspera de su viaje, enfermó. Sospecho que fue influenciado por su comprensible temor ante su primera aventura por sí solo. Lo único que me aconsejó el doctor fue: “Embárcalo. Le daremos una gran cantidad de remedios, y se va. No puede perderse una experiencia tan increíble solo por una simple fiebre”. Y así fue. Tiag viajó, lloroso y asustado. Yo, sintiéndome la peor mamá del mundo, le lloré dos días seguidos. A la semana, me llamó a rogarme que lo recogiera porque estaba pasando pésimo. Haciendo de tripas corazón, me negué y le exigí que se quedara por lo menos una semana más. Al final de la cuarta semana, salió del campamento con una sonrisa de oreja a oreja y me confesó que había pasado muy feliz. Me queda aún la duda de si fui una mala madre por embarcarlo enfermo y obligarlo a quedarse cuando estaba triste o si, por el contrario, mi dureza permitió que él diera sus primeros pasos hacia su independencia personal. Me inclino por lo segundo ya que, muy pronto, se irá por tercera vez, muy entusiasmado, anticipando encontrarse con los amigos que tiene allá. Ya no le asusta volar solo ni vivir varias semanas en otro país. Lo sabe hacer.
Mi madre sacrificó muchas cosas para dedicarse al 100% a nosotros. Me he cuestionado mucho si esa fue la decisión correcta. Yo, en cambio, nunca abandoné mi profesión y mis actividades. Mis hijos tuvieron que adaptarse a mi agenda. Mi casa era mi oficina. En algunas épocas, se mantenía llena de actores, productores, editores y fotógrafos. Hasta varios adolescentes rebeldes a quienes traía a vivir conmigo mientras andábamos de rodaje, porque así hacía mis películas. Esto, como era de esperar, no le gustó a ninguno de mis hijos. Anhelaban tener una mamá convencional. Pero, otra mamá les tocó. Mientras filmaba la serie El Gran Retorno, en la temporada de lactar de mis mellizas, la producción paraba hasta que ellas hubieran comido. A Tiag le tocó lactar por todo el Ecuador mientras yo rodaba un documental sobre Matilde Hidalgo de Procel.
He observado que un buen número de embarazos se dan casi sin pensar. Los míos fueron completamente planificados porque creo firmemente que la carrera de madre no puede comenzar al azar. Es algo bien, pero bien, jodido, con mis disculpas por la expresión criolla. No me parece malo decirlo porque la maternidad trae consigo momentos cuando el cansancio me vence, y el miedo y la rabia también. El niño no ha pedido venir, pero igual demanda mucho. No puedo respetar a las mujeres que alegan haber quedado encinta así porque sí, cuando tienen a la mano tantos, pero tantos, métodos de control de la natalidad. Y también pienso que existe una edad mínima para ser mamá, ya que muy joven es algo absurdo e irresponsable.
En todo caso, soy una mamá un tanto despelotada, pero que adora a sus hijos y que se convierte en leona cuando alguien les hace daño. Al mismo tiempo, igual que los pájaros, los he obligado a volar solos, aunque tengan miedo. Porque no siempre estaré para ellos, y más vale que aprendan pronto a valerse por sí mismos. No soy muy cariñosa ni doy muchos abrazos. Tampoco cocino, ya lo dije. Pero, de vez en cuando, sorprendo a mis hijos con un gesto que les derrite: un día, alquilé un pequeño parque de diversiones solo para Tiag y sus compañeros de colegio. En otra ocasión, durante un carnaval, bañé con carioca a mis hijas cuando ingresaban desprevenidas a la casa. Todavía recuerdo cuando mis hijas cumplieron 18 años, todos sus amigos las esperaban en el jardín.Y como estas, muchas más. Tiag me critica porque grito demasiado y soy autoritaria. Como es cierto, le recomiendo que imagine que soy una “mamá italiana” del tipo de aquellas que aparecían en las películas de Sofía Loren y Marcello Mastroianni.
En conclusión, me encanta ser mamá, así, a mi estilo. Por eso, pensando en el domingo venidero, me digo a mí misma: ¡Feliz Día de la Madre!
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