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Carta 94 - Un paso a la vez


Viviana Cordero, escritora.

Por más que su destino sea el lugar más civilizado, por más que no contenga un riesgo mayor, por más que todo parezca sencillo, un viaje siempre conlleva imprevistos y aventuras. Viajamos a Miami la semana pasada para aprovechar las vacaciones escolares de mi hijo Tiag y, tema de importancia vital, para recoger pastillas para mi mal de Addison, pastillas que, por alguna incomprensible razón, las venden en Quito solo esporádicamente. Aprovechamos que mi hija Nadia había encontrado un pasaje muy módico desde Milán y habíamos resuelto darle una sorpresa maravillosa a su hermano, quien no había visto a Nadia ya más de ocho meses. Las dos soñábamos con la cara que pondría él al verla. Obviamente, Tiag no tenía ni la más remota idea de lo que planeábamos a sus espaldas.



Aterrizamos a las 4 de la madrugada en Fort Lauderdale. Luego, una cola larguísima para migración en un aeropuerto donde todo todavía es a la antigua. Para las 6 ya teníamos el auto arrendado y nos encaminamos a nuestro lugar preferido donde degustar el mejor desayuno: Denny’s. Amo Denny’s. Es tan, tan, tan gringo. Desde que mis hijas eran pequeñas ha sido una tradición desayunar allí y no tengo siquiera una pizca de vergüenza ante quienes me miran de reojo mientras que comentan que no van a Denny´s porque es tan, pero tan, “clase media”. I love it. Así que entramos y nos sentamos a comer un menú súper delicioso: tres huevos revueltos, English muffins, hash browns, jugo de naranja de la Florida recién exprimido, café americano (el mejor del mundo), y de postre, un denso milkshake de vainilla con full crema y full calorías, que me recordaba con nostalgia aquel descrito en mi primera novela, El Paraíso de Ariana. Agotados, pero con estómagos repletos, nos dirigimos a una tienda CVS para proveernos de los comestibles indispensables. Es impresionante lo que puede hacer el cansancio: logramos comprar lo mínimo necesario en tiempo récord y nos encaminarnos a la casita que habíamos alquilado.



Estoy triste me reveló Tiag. Lo que tenía era sueño. Sentí mucha ternura al pensar en que no quiero que crezca, que me gusta ser su compañera de ruta en nuestro caminar, que me gusta compartir con él muchas cosas, y que me encanta vivir juntos estas pequeñas aventuras. Que no se acaben, que vengan muchas más.


Mientras yo conducía, Tiag era el navegante. Según Google maps, estábamos a 5 minutos de nuestro destino cuando él empezó hablar incoherencias. Estaba quedándose dormido. Yo hacía esfuerzos sobrehumanos por mantener mis ojos abiertos. Ansiaba estacionar y dormir. Cada segundo demandaba una concentración especial. Algo así como mis últimos fatigados pasos cuando ya estaba cerca a coronar la cumbre de una montaña en Quito unos días atrás.


La vida está hecha de pequeños pasos. La gran mayoría los hacemos todos los días sin ningún problema. Pero, a veces, uno solo, un solo paso, demanda un esfuerzo sobrehumano. Para llegar a esta casa que quedaba ya tan cerca, tenía que abrir mis ojos y poner todo el cuidado del mundo, simplemente porque estaba agotada, muerta de sueño. Llevaba ya dos noches sin dormir por razones que no vienen al caso.


Siempre le he enseñado a mi hijo que un vaso de agua se disfruta verdaderamente cuando uno tiene real sed. Comer con hambre vale más que cuando uno ya está harto. Parquear, abrir la puerta y entrar a la casa nos pareció como pisar un oasis en la mitad del desierto. Solo que no era un espejismo, era una realidad.


Volví a pensar en nuestro paseo de hace una semana. Iba con Tiag, mi Bogie, mi hermano Sebastián y su compañera Karen, con la intención de trepar el antiguo volcán Rucu Pichincha. Yo nunca me hago grandes expectativas sobre este tipo de paseos, pues jamás he sido una experta montañista ni una destacada deportista, de manera que, si me va mal, nunca me decepciono. Es más, mi deseo más secreto es que me sienta mal para así poder justificar el regresar pronto, y pronto gozar de la comodidad de mi cama y de la compañía de mis libros. Partimos con el entendido de que cada uno subiría hasta donde pudiera. Un paso tras otro. Empezaron a dolerme las piernas, la cumbre se veía cada vez más alta, y la ganas de regresar eran cada vez más grandes. Y eso ocurrió en la primera hora. No voy a llegar, me dije. Mi Bogie se va a decepcionar, pensé. Y, sin embargo, seguí dando un paso, seguido de otro paso, y otro paso más. A veces solo se necesita pedirle al universo, solo por hoy, solo ser paciente con una misma, para poder lograr cosas que para nosotras son maravillosas, simples en teoría, pero difíciles para cada uno en su nivel.



Unos meses atrás había seleccionado una casita muy especial, con un sabor único, tropical, en Hollywood, al norte de Miami, nada ostentosa, pero cerca al mar, con el fin de encerrarnos allí en familia por una semana. Y ahora esa era una realidad, pero se me cerraban los ojos. Tiag ya se había quedado dormido en su asiento, así que ya no me guiaba con Google Maps, como siempre hace. Es impresionante como el cansancio puede hacer que uno ya no perciba lo correcto. Algo tan sencillo como manejar unas pocas millas y no sabía bien cómo llegar a la casa. Cuando por fin lo hicimos, ni siquiera podíamos abrir la puerta del baúl del auto. No lograba concentrarme en el mecanismo. Pero, cuando una está sola, lo logra, siempre lo logra y, finalmente, entramos. Era un sitio hermoso. Tratamos de abrir las persianas para que sea claro y soleado. Más o menos, lo logramos. Al cabo de unos pocos minutos, cada uno colapsó en su cama. Acostarme y cerrar los ojos… me sentí en el cielo.


Dormí dos horas y fui a ver a Tiag. Estaba profundo. Estábamos exactamente donde yo quería: una casa con piscina, bastante vegetación y nadie, absolutamente nadie, cerca nuestro para poder descansar en paz, para encerrarnos a ver películas, leer, escribir. Pensé, mientras me sentaba en el jardín y desfilaba tranquila una mini iguana entre mis piernas, que me gustaría que aquel momento durara para siempre. Quería poner pause, como pongo con mi control remoto a las películas que me encantan y luego repetir la escena para disfrutarla una segunda vez. La vida sigue, nunca para, eso es lo bueno… y lo malo.


Y en ese rato me centré en mi logro de hacía una semana. Habíamos escalado una montaña y la coroné, por increíble que parezca. Todos llegamos a la cima. Me había parecido un imposible y, sentada en la piscina en esta bonita casa, reflexionaba que lo logré paso a paso, camino a camino, lentamente, con descansos, sin expectativas, como supongo se debería hacer todo en la vida, como he logrado mis proyectos, como he escrito mis novelas. Allí radica la clave de la escritura, en el paso a paso.



Hoy, ya de regreso en Quito, estoy desempacando las maletas y me siento, una vez más, triste y bajón por el tiempo que pasa, por los momentos hermosos que duran poco. Quisiera repetir aquella sorpresa de Tiag, su expresión cuando vio entrar a Nadia a la media noche y él abrió unos ojos como platos y gritó: ¡Nadia!!!!! Quisiera que ella hubiera llegado más temprano para no estar tan cansada, para poder sentarnos a hablar sin parar por horas y horas. Hubiera querido guardar ese momento y repetirlo, guardarlo y repetirlo, guardarlo y repetirlo. Fueron unos días increíblemente maravillosos.


Me doy cuenta ahora que, desde que cumplí 50 años, muchas cosas empezaron a cambiar en mi vida, para bien. Primero comencé a viajar muchísimo. Fui a un París que lo sentí mío porque ahí vivía Nadia. Ya no lo es porque ella ya se marchó. Luego iba a un Boston que lo sentí mío porque Morgana allí estudiaba, pero ella ya no está. Después fue en Los Ángeles que fue también mía y que ahora tampoco lo es porque mi hija se mudó a Madrid. Ahora estoy a la búsqueda de una ciudad de tamaño medio solo para poder encontrarnos, caminar, montar bici, reír, tomar helados y meternos todos a la cama. Por lo pronto es Miami. Ya dirá la vida si definitivamente la adoptamos. Siguen pasando los años y me sigo preguntando cuál es el propósito de la vida. Me preguntaban hace poco que haría si no pudiera escribir. No lo sé porque es lo único que me calma.


Hace poco leí el libro Wild de Cheryl Strayed. Ella camina por el sendero Pacific Crest Trial por tres meses seguidos. Me pregunto qué se siente caminar y caminar y caminar, solo, en silencio. Yo solo puedo hablar de lo que se siente escribir. ¿Y para mí? Escribir es vivir.

 

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