Aún era pequeña cuando mi padre y mi madre me dejaron muy en claro que había un genio en la familia. Y que ese genio eras tú, Juan. Habré tenido unos 9 o 10 años y lo acepté como algo normal. Me lo dijeron sin preámbulos: “Qué suerte tenemos. Tu hermano es un genio”. Eras otro Mozart. Entonces, mi mamá era la mamá de otro Mozart. Yo, que de genio no tenía mucho, supongo que recibí agradecida la noticia. ¡Wow!, tenía un hermano genio. De alguna manera, eso me libraba de muchas responsabilidades, pues ya no acaparaba tanta atención como es típico de primogénito. Y como yo no sacaba notas excelentes, ni me distinguía en ningún deporte, me quedaba tranquila. Es decir, como no iba a ser genio, entonces me podía dedicar a lo que a mí me gustaba -encerrarme a leer y escribir en mi diario- sin que nadie me molestara. Eso me encantaba.
Con el tiempo, comencé a destacarme en atletismo, pero mis padres me explicaron que eso no era nada genial y que, más bien, buscara algo artístico, pues eso sí valía la pena. En consecuencia, entré en ballet con la esperanza de ser la Anna Pavlova ecuatoriana, ya que mi papá me había exhortado una y otra vez que siempre tratara de ser la mejor. No sucedió. Sin embargo, sí aprendí todo sobre el ballet. Conocí a Diaghilev y a Balanchine. Puedo recitar de memoria los nombres de casi todos los bailarines y bailarinas importantes hasta los años ochenta. Vi bailar a Nureyev y a Baryshnikov, unas experiencias espectaculares. Después los dejé un poco de lado porque yo ya estaba inmersa en la escritura y eso copaba mi tiempo.
En todo caso, volviendo a aquella época en que me comunicaron que tenía un hermano genio, no me hice mayores preguntas. De vez en cuando, le pedía a mi madre algún gusto, como ir a ver el musical Grease, o asistir a algún evento light (a su parecer) tipo la fiesta del 5 de diciembre en el Club, o una película tipo Jacinta, la historia de amor basada en la telenovela argentina de moda, Jacinta Pichimahuida. Le preguntaba si esos gustos eran tan malos. Ella me respondía: “Hay una escala de valores, Viviana, pero no te preocupes. Te llevaré a ver algo elevado”. En una ocasión, me llevó a ver la pieza teatral La Casa de Bernarda Alba de García Lorca. “Esto sí vale la pena”, me aclaró mi mamá. Ahora bien, eso podría sonar pesado, y hasta antipático, pero ahora, con retrospectiva, le agradezco. Tal vez nunca hubiera conocido a Lorca de no haber sido por aquella magnífica representación en el Teatro Sucre en la que, en la escena final, Angustias queda con los senos al descubierto. Eso me impactó.
Tú, Juan, que por supuesto asististe, aunque solo tenías 5 años, aplaudiste a rabiar. Mirando aquella escena, me comentaste: “Qué fuerza se necesita para ser actriz”. Mi madre me recriminó al día siguiente: “Mira la madurez de tu hermano, Viviana. Solamente tú tienes pensamientos indecentes. Tu hermano es un genio”. Y yo me sentí muy mal de haber mirado a esa mujer desnuda con pensamientos pecaminosos y por asustarme ante lo que mi madre nos explicaba que era arte. De hecho, la recuerdo mostrándonos fotos del show del cabaret Lido de París y enseñándonos: “No hay que asustarse de ver un cuerpo desudo. Es arte. Esos cuerpos son perfectos”. Un pequeño problema surgía cuando me tocaba la confesión antes de la misa del domingo y el cura preguntaba si había tenido pensamientos indecentes. Entonces, allí nacían una serie de conflictos que, supongo, viven conmigo hasta ahora, junto a mis acompañantes Lapsus y Brutus. En todo caso, por lo menos tuve la suerte de que me lleven a ver a Angélica María cuando vino a Quito y eso me fascinó.
Mi madre fue una mujer muy especial. Creo que ella era de avanzada, pero atrapada en una sociedad en extremo conservadora. A ella le debemos mis hermanos y yo nuestra lucha artística. Era tan vital que cautivaba y, hasta los setenta, fue la mujer más positiva y enérgica. Hubiera cumplido 78 años la semana pasada. Después, la devoró el cáncer, pero antes de eso no nos admitía ni una lágrima, ni una enfermedad. ¿“Estás triste”?, me preguntaba cuando yo pasaba por algún mal ciclo. “Anda y limpia la alfombra. Eso te pone en otro estado”, me aconsejaba. “Así, sobreviví a la muerte de tu padre.” Me lo repetía.
Yo siempre la admiré. A veces, hasta con cierta rabia por su capacidad de salir adelante en cualquier circunstancia. Las penas a mí me quedaban grandes. No me victimizo, pero hijue, cómo me ha costado salir adelante. Las lágrimas me brotaban por cualquier cosa. Ya no. Ahora lloro poco, eso me gusta.
En todo caso, entre una mujer guerrera, fuerte como la que más, y un niño genio, yo quedé un tanto hecha sánduche, tratando desesperadamente de superar el listón que siempre me quedaba alto. Pero, nunca te tuve ni celos ni envidia. Me parecía normal el que tú fueras prioridad, pues eras un genio. Y yo te exhibía, como trofeo, cada vez que se aparecían mis pretendientes y te hacía tocar unas piezas. Tú salías, hacías la venia, impresionabas, y luego te retirabas. Alguna vez un amigo de mi padre me preguntó: ¿“Y la señorita qué hace”? No supe qué responder. En otro momento, me hicieron sacar la guitarra, pues me habían metido a clases, con la vana esperanza que llegara a deslumbrar. Me bloqueé.
En fin… El piano estaba al lado mi cuarto. Tú practicabas todos los días y nos correspondía guardar absoluto silencio. Cuando había vacación, y se podría dormir hasta tarde, tú te levantabas para practicar de las 8 a las 12 de la mañana. Aprendí a no oír y, así, a ser capaz de seguir durmiendo. Pasado el tiempo, cuando vivíamos solos en París, el piano ocupaba toda la sala. Mi cama quedaba en un nivel más alto, pero sin puerta. En ese entonces, tu práctica era de 8 a 2. Algún amigo hospedado en casa se quejó por el sonido. Me pareció absurdo. ¿Cómo se podía quejar si estaba practicando el genio? Había que guardar silencio y respetar, punto. Ahora, tanto años más tarde, me río y de verdad agradezco haber vivido en medio de tanta disciplina. La disciplina sí que ayuda en la vida. Se la recomiendo a todos.
También creo que el hecho de haber vivido un tanto aislada me ayudó a buscar un mundo propio, lo cual me ha salvado en los peores momentos. En cierta época, cuando estaba mal casada y no soportaba dormir junto al señor marido, me tapaba con un sleeping, armaba mi propia casita, y seguía soñando en lo mío. Me podía decir cualquier cosa, mas yo estaba en otra y no le prestaba atención. Era algo similar a cuando tú subías y bajabas las escalas, en un sinfín, y yo no las oía. Me abstraía. Curioso, en épocas malas fue cuando más novelas, piezas teatrales y películas realicé. Supongo que esos mundos abstractos me elevaban. Tuve siempre esa capacidad de refugiarme dentro de mí, y eso me ha salvado. No soy el único caso. Por el contrario, creo que es común en muchas mujeres quienes, a fin de contrarrestar el aburrimiento de un matrimonio rutinario y monótono, se dedican a coser o cocinar o pintar. En definitiva, se escapan de su ambiente y así no se amargan. Esto lo describo en mi próxima novela de la cual hablaré pronto.
Sigo rememorando, porque el recuerdo me vino de golpe, ahora que lo pienso, es curioso como a una la vida le lleva por senderos muy particulares. Tal vez me hubiera gustado ser veterinaria. Lo descubrí con el pasar de los años, pero eso no quita que amo la escritura y, además, el cine y el teatro. También me hubiera encantando ganarme medallas en atletismo, pero eso no se dio. Adoré bailar con mis tutús en el Teatro Sucre. Disfruté parándome en las puntas de mis pies y, hasta el día de hoy, puedo repetir de memoria la primera coreografía de la danza de Shostakovich con la que me presenté a los 9 años. Vestía un tutú rosado y me sentía princesa. Mi mamá me hizo el moño de bailarina y me pintó los ojos y los labios. Fue un momento especial.
Lo curioso es que, para ti, Juan, yo era “genia”. Me alababas que yo era la mejor escritora, la mejor actriz. Era tan grato escucharlo. Y, gracias a ti, comencé a creer en mí, a pensar que podría lograr muchas cosas.
¿De qué me sirvió vivir con un “genio”? Pues, a aspirar a ser alguien en la vida, a superarme y a comprender, pasados los años, que eso de genio es solo en teoría. Porque, para alcanzar ese sitial, hay que trabajar muy duro y eso lo hicimos todos en la familia. Siento pena de no poder aplaudirte porque te fuiste tan pronto. A ti, disciplina no te faltaba y talento te sobraba. Cuánto hubiera gozado observando tus triunfos, tal como cuando asistí a tus conciertos, y yo era la hermana más orgullosa.
En cuanto a mi hermano Sebastián, recuerdo un día, él de apenas cinco años, que nos anunció que quería ser Papa. Mi mamá exclamó emocionada: “Un genio y un santo. ¡Qué maravilloso”! Vino a la casa la familia entera fascinada con esta novedad de que el Señor había llamado personalmente al chiquito Sebastián. ¿“Qué sentiste en ese momento, Sebastián”?, le pregunté hace un par de días. ¿“De verdad sentiste el llamado del Señor”? Me quedó mirando. “Viviana, te confieso la verdad. Es que, cada vez que nos llevaban a misa, veía la canasta de las limosnas y pensaba que, si me hacía Papa, iba a tener muchas canastas, o sea, sería muy rico”. Me quedé boquiabierta y no supe qué responderle sino: ¡Wowww! ¡Bravo, Sebastián! ¡Ese sí es un golpe de genialidad!
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