Si hay algo triste que deviene con el pasar de los años es que, poco a poco, vamos perdiendo la capacidad de maravillarnos. Lo que antes nos llenaba de ilusión, ahora nos resulta aburrido o, al menos, eso me pasa a mí. Tal vez generalizar sea un error, pero todavía recuerdo un sinnúmero de situaciones y cosas que me provocaban novelería y emoción. Este enfriamiento me ha sucedido con los parques de diversiones -que cada vez me aburren más- con ciertas tiendas y lugares, y con reuniones sociales que antes no me perdía. Tantas actividades que, si hoy las puedo evitar, me siento aliviada. Juzgo que me he convertido en un ser bastante antisocial, con poco interés en diversiones. No lo digo en tono negativo, simplemente, es una realidad.
En cambio, sí quedan algunos placeres a los que nos aferramos o, puntualmente, me aferro yo, para no caer nuevamente en el craso error de generalizar. Todavía me encanta salir a tomar un café. No ocurre a menudo, pero me deleita sentarme a una mesa y quedarme charlando largo, largo. Lo hacía con mi hija, con mi madre y, de vez en cuando, con alguna amiga. A veces me llama mi vecina Irina y me propone: ¿Vivi, tienes ganas de buen café? ¿Estás libre? Y bajo las gradas para maravillarme con la vista de su departamento y conversar acerca de los pocos sueños que nos quedan. De nuevo, no en sentido pesimista, no quiero por nada que esto suene negativo, pero cuando uno tiene 20 años, se sueña mucho. ¿Y luego? ¿Cuándo ya han pasado los años? Se vive. Y eso es lo importante. Se disfrutan los instantes porque eso es lo que se tiene. Hay momentos en que me provoca bajar al café al pie de mi casa, aunque sea sola, para sorber un espresso. En verdad, muy rara vez lo hago, ya me agarra la pereza y me lo preparo en mi cocina, mientras imagino que estoy en algún lugar especial. Eso sí me gusta.
Otra cosa que me gusta hacer es salir a almorzar con mi amigo Alberto porque no tengo que traducirle. Es decir, no tengo que fingir ser otra persona. Soy yo misma, con mis lunares, como él dice. Cuando estoy de a malas, que suele ser medio seguido, él se ríe y encuentra algo para animarme. Si estoy de a buenas, reímos de lo que se nos ocurra. A mi edad, ya me da pereza traducir, es decir, fingir ser alguien que no soy, y sonreír porque corresponde. En todo caso, este blog no es para hablar de lo que todavía me gusta, o de lo que ya no me gusta, eso ya vendrá, sino para describir uno de los placeres que todavía atesoro y que procuro me siga generando expectativas: los Óscares.
Desde antes de mi primera película, Sensaciones, el cine había entrado en mi vida para quedarse. La ceremonia de los Óscares era algo que anticipaba a lo largo de varias semanas. Me daba tanta ilusión que nada, absolutamente nada, podía interponerse entre ese show y yo. Es más, ahora que fuerzo la memoria, creo mirarme de niña, clavada frente al televisor, mirando absorta a las artistas elegantísimas con sus galas. ¡Lindos momentos! Casi siempre terminaba dormida antes del premio a la mejor película, pues la ceremonia acababa a la medianoche. Desanimada, al día siguiente, prometía que el año entrante aguantaría la ceremonia entera. Tal llegó a ser mi nivel de fanatismo que, durante una semana de vacaciones en la playa, compré una antena de DirecTv y la llevé para instalarla allá. Vimos la ceremonia con mi hermano Sebastián y toda nuestra familia. Fue una hermosa noche.
En todo caso, se nota que me han caído los años. Ya no espero con la misma ansiedad el día de los Óscares. De hecho, ahora me enteré de la fecha tan solo tres días antes, pero igual sabía que, pasara lo que pasara, la iba a ver. Ahora bien, cada vez que yo solía emocionarme con algo, mi mamá me ilustraba: El hombre propone y Dios dispone. Este dicho me molestaba sobre manera porque no podía aceptar que una fuerza superior se pudiera interponer ante mi deseo, ante mi sueño. Hoy por hoy, cuando recibo una decepción porque algo que he ansiado finalmente no se da, quedo mal, pero mal, mal, de verdad, cual niña malcriada. No me enorgullece, pero de nuevo así es la realidad. La acepto y, en paralelo, sigo tratando de cambiar.
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En todo caso, el domingo 24 organicé todo. Bajo un tremendo aguacero, salí a comprar mi tarjeta pre pago y confirmé con mi hijo que funcionaba correctamente. Regresé de un compromiso a las 19:55. Me senté para ver todo, desde el primer minuto de la ceremonia. Seguía contenta y sonreída, esperando el primer premio, a la mejor actriz de reparto, cuando el cuarto se oscureció por completo. En menos de un minuto, volvió la luz. Todo bien, excepto que el pinche DirecTv tomaba horas para reprogramarse, hablar con su satélite, en fin. Luego de eternos minutos, volvió la ceremonia a mi pantalla. Ya me había perdido lo de la mejor actriz de reparto, así que la cosa empezaba fatal. Gracias a la tecnología, pude ir atrás y ver lo que ya había pasado cuando, boom, otra vez un negro total y, esta vez, ya no volvió la luz. Mi Bogie, quien por solidario me acompañaba, sospecho sin mayor entusiasmo, se quedó tranquilo. Mi hijo Tiag, quien sí estaba muy interesado en los premios de ciertas categorías, en ver al grupo Queen, y en enterarse de los mejores efectos especiales, me miró desconcertado. Entonces, ¿ya no hay Oscar, ni pizza, esta noche? Mediante el chat del barrio, me enteré que por la lluvia había explotado un transformador eléctrico en la calle vecina. Nuestro edificio es viejo, no tiene generador. Ya nada. Estábamos en tinieblas.
Mi Bogie, testigo de mi desánimo, sugirió hacer el esfuerzo de bajar los 8 pisos a pie y caminar en la lluvia para ir a ver la tele en su casa. Hacía frío, era domingo, el peor día de la semana (siempre me deprimo los domingos), pero, por unos segundos, volví a sentir esa emoción de juventud. ¡Vamos! ¿Vamos? me preguntó Tiag, no tan animado de salir, pero aún menos de quedarse solo en la oscuridad. Vamos, le dije, son los Óscares. Y nos fuimos. Me quedé viendo la ceremonia hasta que me venció el cansancio, es decir, no alcancé a los premios al mejor director ni a la mejor película ni a la mejor actriz. Debía regresar en el frío y esta vez no bajar sino subir 8 pisos a pie. Sin embargo, algo de aquella antigua magia sí la sentí.
No voy a emitir criterios sobre la mejor película. Los Óscares para mí no son eso. No concuerdo con The Green Book. Pero, si el año pasado pudo ganar la desagradabilísima, desastrosa y cursi Shape of Water, no hay nada qué comentar. Me alegré por Olivia Colman, fantástica en The Favourite y por Remi Malek, espectacular como Freddy Mercury en Bohemian Rhapsody. Me alegré por Spike Lee, a quien siempre he admirado, y también por Alfonso Cuarón, aunque hubiera preferido ver premiada a Nadine Labaki, cuya película Capernaum ya la vio mi hija y sueño con verla yo.
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Para esa niña de trenzas que se sentaba en el suelo al pie de la cama de su madre a mirar la ceremonia, los Óscares son mucho más que los premios. Todavía, a pesar de mi edad, me llega, me emociona, me invita a volar. Supongo que me deleito con el glamour, con el momento en que se recuerda a quienes ya no están, con el sueño de hacer cine, y con la sala oscura del teatro antes de que la película empiece, con la emoción que sienten los galardonados.
Como regresé a casa antes del final, en esta ocasión me tocó hacer uso del mindfulness, esta forma de meditación que estoy tratando de practicar y que consiste en aceptar el presente tal y como es. Así que, con paciencia, tuve que esperar hasta leer en Instagram quienes eran los ganadores. O aguardar los mensajes de mi Bogie, quien me mantuvo informada aunque, debo aclarar, vía mensajes ejecutivos, ni emocionados ni efusivos. Supongo que me hubiera encantado que él grabara esos minutos, pero eso ya era mucho pedir. La verdad es que estoy más que agradecida de que se tomara el tiempo para verlo y contarme. Yo soy excesiva y exagerada. Él, en cambio, es serio y muy British, así que con cada mensaje yo tenía que imaginar las circunstancias en el teatro, los discursos de los ganadores, el entusiasmo (o falta de) del público asistente.
¿Me dio pena no ver la ceremonia como anhelaba? Sí. Pero, intentando ser positiva, podría haber sido parte de mi entrenamiento mental. Eso no quita que, desde ya, me preparo para la próxima ceremonia que será dentro de poco, tan solo faltan 363 días, pues ya han transcurrido dos. Esta vez, les juro, que no me la pienso perder por nada. Y juro, juro, que me quedaré despierta hasta el final, hasta ver con mis propios ojos la premiación a la mejor película.
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