La verdad es que nunca he tomado muchas fotos. En mi niñez fotografiaba con una cámara Kodak Instamatic que me habían regalado por Navidad cuando tenía nueve años. Mi madre me advertía que cuidara el número de fotos pues, al contrario de ahora que hacemos clics digitales, en cantidades industriales, en las cámaras de nuestros celulares, a la época los rollos de film venían de 12 o de 24 fotos. Por tanto, había que pensar muy bien cuáles eran los instantes que valían la pena plasmar para las memorias. Esas fotos se mandaban a revelar a un estudio y, cuando llegaban al cabo de unos días, uno revivía aquellos momentos captados, ya impresos en el papel. Era una sensación especial. Hoy por hoy y, con toda la tecnología, sigo tomando muy pocas fotos. En los grandes eventos, me olvido y, al día siguiente, me arrepiento, porque nada quedó guardado para recordar esos instantes. Mi hermano Sebastián, en cambio, tiene tanto registrado que me causa impacto. Graba y graba videos o toma fotos al por mayor. A veces me cuestiono si me gustaría hacerlo ya que no soy buena fotógrafa. Sin embargo, hay otro factor, quizás el más importante, y ese es el miedo. Me produce angustia mirar al pasado. Sé que no va a volver, pero, aun así, no me atrevo a rever tantas fotografías y vídeos guardados de toda mi vida.
Ahora bien, no tomo fotos y, en cambio, me obsesiono con tomar notas. Estaba releyendo las primeras páginas de mi diario iniciado en el 2000, y me impacta la cantidad de detalles que dejé registrados, tal como lo haría un fotógrafo, pero con palabras. Tomo nota de los olores, los sentimientos, las inquietudes del futuro, mis sueños, todo. Esto me lleva a que todo lo registrado por escrito me sirve de base para mis novelas. No soy una escritora de gran imaginación. Soy incapaz de escribir ciencia ficción o fantasías. Me muero de la envidia de escritoras como J. K. Rowling que pudo concebir el increíble mundo de Harry Potter. ¿Cómo compensar esta limitante? Ensayo con mi propia vida y, para desgracia de los que me rodean, con las de ellos. En algún momento, un ex me gritó que no me metiera con su vida ni con la de su hija. Me dio pena. Deseaba escribir la historia de una adolescente, hija de padres divorciados, y me parecía tan hermoso preservar así una etapa de su vida, unos años que, seguramente, ella ya no los recuerda. Probablemente, ella olvidó por completo ciertas frases suyas que, en su momento, me impactaron. Me parecía esa jovencita un personaje digno de ser retratado con palabras. En todo caso, frente a la mirada iracunda de mi ex, no me quedó más remedio que botar casi 50 páginas a la basura. A fin de asegurarse de su eliminación permanente, él luego se llevó mi computadora para cerciorarse de que no existiese ni un esbozo de backup. Además, tuve que jurarle nunca, nunca, nunca me metería con “su” vida. Ahora que estoy divorciada, a lo mejor lo haga, esas promesas ya no tienen vigencia. Pero, en esos días, me sentí perversa y abusiva por haberme entrometido en lo que, aparentemente, no me correspondía.
En consecuencia, paré de escribir por unos meses, tratando así de eliminar esa mala costumbre que le hacía sentir mal a quien en esa época formaba parte de mi vida. Como alternativa, me dediqué a comer chocolates. Pero resulta que esta adicción a la escritura es muy muy fuerte, más poderosa que cualquier resolución de mi parte. Así que volvió. ¿Esto acaso me convierte en un ser inmoral? ¿O amoral? No lo tengo claro, pero sí veo nítido que seguiré viviendo así porque no me queda de otra. Mi situación tiene algo de similar con serie que veo con mi hijo en Netflix, Santa Clarita Diet. La protagonista, víctima de un ingrediente extraño que comió en un restaurante, se convierte en zombie. Para sobrevivir tiene que comer seres humanos, lo que requiere que primero los mate. Ella no es mala persona. Dentro de esta comedia fantástica, llena de humor negro, se comprende que, para ella, el canibalismo es un asunto de supervivencia. Para minimizar su sentimiento de culpa, sale a cazar solo gente mala, muy mala.
Yo soy un tanto caníbal. Es que vivo de las experiencias ajenas y, por cruel que suene, me nutro de ellas, son mi alimento diario. Pero, a diferencia de la protagonista de Santa Clarita, no busco gente mala para registrar sus experiencias, mas bien a quienes admiro, y acabo dotándoles, muchas veces, de cualidades que no poseen. Así como el enojo de mi antigua pareja, he vivido otras reacciones molestas y estas me han dolido. Nunca lo hice con mala intención, pero asumo mi responsabilidad. Mi tío Gustavo, muy perspicaz, cuando se topa un tema álgido de la familia, siempre me dice, en tono irónico: “Te lo contamos, pero no escribirás”. No sé qué responder. Tal vez sea difícil aceptar. Yo no soy para nada una mujer chismosa. Rara vez llamo a alguna amiga a contarle algún asunto con premeditación y alevosía. Tampoco aguardo ansiosa llamadas de otras a contarme las últimas novedades, pero cada persona que entra a mi vida adquiere un aire mágico y se convierte en un personaje en ciernes. Cada experiencia con aquella persona, la entiendo como parte de una historia en desarrollo. Hace unos días una gran amiga me vino a visitar y me dijo: “Tengo que contarle esto, pero es con fines literarios, porque quisiera que lo escriba”. La miré pausadamente. Ella entendía que tenía que contármelo a fin de que esa historia no muriera. Esto me conduce a plantear una serie de preguntas: ¿Tenemos acaso los escritores derecho a contar las intimidades de nuestros seres queridos? ¿O somos seres sin dios ni ley, egoístas al máximo, que solo pensamos en nuestro apetito por historias suculentas? En mi caso, si no escribo, no vivo, apenas sobrevivo. Releyendo ahora mi diario, se me hace evidente cuán vital es para mí escribir. ¿Significa eso que soy un ser humano egoísta? Y, en el fondo del fondo, ¿acaso importa si lo soy?
Sally Mann, prestigiosa fotógrafa norteamericana que ya se acerca a los 70 años, decidió en un momento fotografiar a sus hijos en momentos delicados. Famosísima es una fotografía de su hijo con hemorragia nasal. Chorros de sangre caen por su nariz y nadie la está atajando. Sally prefirió fotografiar la hemorragia a correr, como toda mami que se respete, a ponerle una compresa. Pintó la realidad más íntima, y eso causó una serie de controversias. Pero, digo yo, ¿no fue ese el más grande acto de amor? ¿Debía o no invadir la madre la privacidad de sus hijos? Eran niños, no podían entenderlo, peor autorizarlo. Pedro Saboulard Restrepo, hijo de la afamada escritora Laura Restrepo, se convirtió en personaje de una de las novelas de su madre. “Ya estoy acostumbrado”, respondió en una entrevista, “ella es así. Vivimos de sus libros, comemos de sus libros y, sin embargo, ella es más madre que ninguna. Como todos los que conozco, soy su fuente de inspiración”. Una tarde esperaba yo la visita de un amigo y, al entrar, lo hizo riendo, muy animado. Le pregunté lo que le ocurría, y me respondió que se había encontrado con Sebastián y que él le había advertido: “Si es la primera vez que vas a visitar a mi hermana, creo que debo advertirte que tengas mucho cuidado con lo que dices, pues puedes quedar convertido en un personaje de su próxima novela”. Efectivamente, así sucedió. Hay momentos en que no me importa y me río, y otros en los que me siento mal. Por ejemplo, el enojo de un familiar muy cercano a quien nunca quise herir. Otro ejemplo es cuando escribí la novela Mundos Opuestos, y mucha gente creyó que así era la vida de mis hijas, cuando en verdad era una mezcla de realidad con muchos inventos.
Así somos los escritores. Partimos de la realidad y, en el camino, la vamos cambiando a gusto. Si no, lean la maravillosa La Verdad de las Mentiras de Mario Vargas Llosa. Él también pagó su culpa, con todos los airados reclamos de Julia Urquidi Illanes, su primera exesposa. Qué pena. Su personaje en La Tía Julia y el Escribidor es fantástico, y me parece un honor que ella le haya servido de inspiración a Vargas Llosa para esa obra. Otros autores se centran en sus propias vidas. Simone de Beauvoir lo hizo. Puesta a elegir entre vivir y escribir, aseveró que no podría hacerlo, de manera que se dedicó a narrar su vida. Yo lo hago a medias. Me fijo en lo mío y en otras personas. Mis novelas, si bien parten de realidades, toman vida propia. Los personajes no son clones de personas que conozco. Aunque naturalmente esbocen ciertos parecidos, para nada son fiel reflejo de los seres de carne y hueso. Yo no ejercito la biografía y tampoco creo fantasías. Mi estilo es tomar un poco de aquí y otro poco de allá, como decir, la costilla de un fulano y la nariz de otro, para luego fundirlos en nuevos personajes que solo guardan ciertos trazos de los originales.
De hecho, así somos muchos escritores. Vale leer la maravillosa y estremecedora novela Una Pena en Observación de C.S. Lewis, donde narra su dolor tras la muerte de su esposa, con tal parquedad y fuerza ante el vacío de su existencia. Por eso quizás los resentimientos por parte de algunos seres vivos, como le ocurrió a Carl Bernstein, el periodista del Washington Post que destapó el escándalo de Watergate (historia contada en la película All the President´s Mende 1976 con Robert Redford y Dustin Hoffman), cuando su ex, Norah Ephron escribió su novela Heartburn (1983), basada en su relación con Bernstein. Él amenazó con demandarla. Afortunadamente para los lectores, no lo hizo. Quedó la novela para ser leída y releída por el bien de la literatura. Más tarde, fue adaptada en una película del mismo nombre con Jack Nicholson y Meryl Streep, por cierto, muy recomendada.
Dicen por ahí que el fin justifica los medios. Entonces, ¿estoy dispuesta a perder amistades y amores por la literatura? Yo, que solo quiero el bienestar de los demás, ¿soy, en el fondo, una mujer amoral? Nada es fácil en la vida y, como dice Bogie, los actos tienen consecuencias. Muchas de las grandes novelas de la humanidad han sido inhumanas por esa misma razón. Al tiempo, grandes obras de arte han nacido y han ayudado a más de uno a vivir con el vacío de su existencia. No busco perdón ni comprensión. No busco justificarme, sino simplemente hacer un análisis franco y honesto de lo que es el proceso de escribir cuando la imaginación es limitada o no se quiere intentar la ciencia ficción. Como soy yo quien ubica los diálogos y los pensamientos en las bocas y en las mentes de mis personajes, estos resultan completamente imaginarios y, como reza en las páginas de muchas novelas, y películas también, cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia.
Cuando conocí a “R.” quise a toda costa contar su historia. Me parecía fascinante. La he dejado de lado, aunque me parece que sería una gran novela. Reflexiono que, tal vez, no debo entrar a hurgar, porque hurgar puede resultar peligroso. Basta recordar a Pandora y su baúl. Yo tengo rasgos de Pandora y, por eso mismo, creo que debo aprender a medir mis silencios. Me pregunto todos los días si, en serio, debería cambiar mis hábitos. No obstante, como Sísifo, obligado todos los días de su vida a cargar una piedra hasta la cima de una montaña por haber enfadado a los dioses, me siento a la computadora y, sin ningún pudor, me dedico a contar lo que he escuchado a lo largo de mi vida. A estas alturas, ya no sé distinguir bien qué es verdad o qué es invento. La imaginación vuela, lo que pienso que pasó, y nunca sucedió, ocurre en el papel. Es lo único que sé hacer, y creo que lo hago razonablemente bien, así que supongo debo aceptar mi vocación con una dosis de resignación por causa de sus efectos colaterales.
Este blog tenía por tema mis instantáneas de Los Ángeles, donde acabo de permanecer una semana. Pero, a veces no soy yo quien dirige, así que Los Ángeles queda pendiente para la semana entrante. Hoy no pude dejar de explayarme en todo esto que acabo de contarles.
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