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Carta 130 - VEINTE AÑOS NO ES NADA

Hace unos meses recibí un mensaje de mi amiga P. Me emocionó; le respondí y, como si no hubiera pasado el tiempo, retomamos el contacto. No sabía de ella desde hacía muchos años. Ahora vive en Madrid y yo en Lisboa.  Tantos recuerdos surgieron cuando comencé a conversar con ella. Decidimos reencontrarnos en diciembre, pero tuve mi cirugía de la rodilla con lo cual ya no pude viajar. La conocí cuando tenía quince años y era la jovencita más valiente, osada y divertida. Con ella se estaba para hacer locuras, pero locuras de verdad y, al mismo tiempo, hablaba alemán, un francés casi perfecto e inglés. Le gustaba la poesía y leer  L´ècume de jours de Boris Vian y Bonjour tristesse de Françoise Sagan. Yo no hablaba francés, era la joven más tímida del planeta y no me atrevía a hacer locuras. En definitiva, ella representaba mucho de lo que yo ansiaba ser. 


Nos hicimos amigas y entró a nuestro cerrado clan de amigas, aunque ella era parte de todos los grupos de la pequeña ciudad de Quito y en todos encajaba bien. Se cambió a nuestro colegio y yo aprendí a seguirla en sus locuras. Nos echábamos la pera al colegio, escapábamos de la casa por la noche, robábamos los autos de los amigos; yo la acompañaba, la seguía, ella solo reía divertida. Viajamos a Galápagos en un velero pequeñito en un programa de biología y cantábamos a todo pulmón What should we do with the drunken sailors early in the morning Found a peanut.  Nuestras primeras borracheras en la casa de campo que poseían mis padres fueron con ella; compartíamos sueños de grandeza acompañados de un delicioso helado de vainilla con salsa de chocolate en casa de nuestra amiga Patricia; que si seríamos biólogas marinas, o escritoras, o arqueólogas, o reporteras de guerra, o detectives. De seguro, asistiríamos a las mejores universidades. Nada nos detendría. Íbamos a comernos el mundo.  Con el tiempo, ella se fue a estudiar en la universidad de Cornell y yo ingresé la Sorbona, aunque ninguna de las dos las terminamos, porque más pesaron nuestros sueños de aventura que los de estudios profundos. 



Luego, P. se sintió en casa en cualquier parte del mundo y sí se convirtió en reportera de guerra. Vivió en París y en Dubai, se conoció con princesas y maharajás, con condes y duquesas, y siempre fue la reina de todos los grupos. Se enamoró un par de veces, pero nunca se vendió. ¿Y yo?  Yo escribí, hice películas y monté piezas teatrales, pero sí pacté, me perdí y me hundí por momentos; entré al sistema, caí, enfermé y me costó levantarme. Ella habrá sufrido, yo sufrí más. Ella fue libre, yo lo aprendí con los años, pero siempre cargando el miedo dentro de mi cartera. Ella no. Sola, se enfrentó a los tigres y los venció. Nos recuerdo en mi buhardilla en París tomando té de jazmín y cantando a todo pulmón Germaine de Renaud.


Fue hace un par de semanas que finalmente decidimos almorzar juntas.  Habíamos quedado en tomarnos toda una tarde para ponernos al día. Era mi primer viaje después de mi cirugía. Llegué antes que ella al restaurante, acompañada de mi hijo Tiag. Miraba nerviosa en dirección a la puerta. Toda la película de nuestra vida pasaba a velocidad de fórmula uno y, de pronto, vi su rostro…, el mismo rostro pícaro de juventud, su sonrisa única; habíamos envejecido, habían pasado veinte años desde la última vez, pero ella seguía igual y por minutos el tiempo retrocedió. Al volvernos a ver sentimos una complicidad tan grande que se me formó un nudo en la garganta; éramos aquellas adolescentes soñadoras de hacía cuarenta años. En nuestras miradas surgió un reconocimiento por no habernos rendido ante aquello que odiábamos. Ella más valiente, yo  menos, pero siempre desafiándome y obligándome a seguir porque no hubiese podido ser de otra manera. 

 



Es difícil resumir una vida. Pero, cuando nos encontramos en el pequeño restaurante de Madrid junto al museo del Prado, mi hijo, que tenía en mente retirarse para pasear por la ciudad, se quedó y me explicó que no cambiaría por nada quedarse a escuchar nuestras locuras.  A los tiempos que te veía reír con tanta alegría. Se las veía felices, parecían otra vez las jóvenes rebeldes que me contabas que alguna vez fueron, me comentó emocionado. Y no me aburrí y me encantó escucharlas. Así me lo expresó dibujando en mi rostro una gran sonrisa llena ya de arrugas. Y yo pensé en esa genial película del inigualable Pedro Almodóvar, La habitación de al lado y me pregunté si mi amiga P. y  yo, en exilio por voluntad propia, y ya en nuestra década de los sesenta (que dicen que son los nuevos cuarenta, pero que no lo son) tuviésemos que enfrentar algo parecido, ¿qué haríamos? Me dio escalofríos porque, hace pocos meses, ella me acompañó en mi cirugía de la rodilla con sus notas de voz. Me despertaba en el hospital y buscaba con ansias a ver si me había dejado un audio, ella noctámbula, yo madrugadora. Y sí, no falló nunca.  Y así a través de audios, o conversaciones o mensajes en el whatsapp, seguimos hablando y hablando hasta que nos encontramos.

 

El paso de los años es a veces demoledor. Uno quisiera, como en las películas, poder introducir un flashback y regresar en el tiempo. Hace pocos días volví a ver a D. El rompecorazones de la época de mi mamá, el galán que tal vez fue su amor, ¿o no?  Se llevaban muy bien y eran muy guapos los dos. Cuando caminaban juntos por la calles de París, o por las de Quito, me hacían pensar que se trataba de artistas de cine. Creía que ya había fallecido, pero hace pocos meses mi hermano me contó que no. Y sin imaginarme, hace unos días, en el desfile de la colección de ropa de alta costura de mi hermana, lo vi y me lancé a abrazarlo. Me emocioné y lo saludé llena de cariño.  Nuevamente, cuántos años sin verlo, cuántos sentimientos. Qué difícil es acostarse a dormir cuando tienes atrapada en el pecho la nostalgia del tiempo transcurrido.

 

Reencontrar una amiga luego de veinte años sin vernos. Reencontrar a mi hermana luego de un año de no estar juntas y aplaudirla a rabiar porque diseña la ropa más artística y hermosa en un país que tal vez no la comprenda. Reencontrar a un gran amigo de mi madre luego de quince años sin tener noticias de él y escuchar que en el camino perdió a su hijo. Ya no es como antes. Existe el whatsapp y, sin embargo, sí es.  Esta nueva época tan tecnológica, genera una sensación extraña porque estamos y no estamos juntos. 

 

Me emocioné, le abracé llena de cariño.  Nuevamente, cuántos años sin verlo, cuántos sentimientos.

El tiempo pasa. Yo salí de Ecuador en medio de una pandemia, en el año 2020, habiendo conocido lo que nunca pensé: el confinamiento. Durante una ventana corta que se abrió, me dieron la visa. Yo tenía obsesión por salir. Se me había metido en la cabeza que sería feliz viviendo en Europa, pero pensaba que estaría entre Lisboa y Ecuador. De verdad lo pensaba. De hecho, sopesé mantener mi apartamento en Quito con todos mis libros, con todo el amoblado, porque probablemente estaría regresando cada tres o cuatro meses. Pensé que Tiag iba a querer volver a estar con sus amigos.  Pensé muchas cosas. Nada de eso ocurrió. En el camino se fueron de esta dimensión algunas personas que yo quise. Se fue Gianni, se fue Gonzalo, se fue Rosi, se fue mi tío Gro y se fue mi tío Roque. Y más algunos conocidos, cuya muerte me impactó. Regresé a Ecuador solo por siete días el primer año y por cinco el segundo. Es decir, nada y mucho, pero lo suficientemente asustador como para pensar que no es fácil volver.


Pensé muchas cosas. Nada de eso ocurrió. En el camino se fueron de esta dimensión algunas personas que yo quise.

 

Y por eso, ahora enfrento una especie de miedo de regresar y no vuelvo. No sé cómo manejar los años transcurridos que ya son cuatro, ¿en qué momento pasaron? Tanta gente a la que quisiera ver y nunca alcanzaría el tiempo para todos. Me he planteado escribirles y simplemente informarles que estaré sentada todas las mañanas en algún café y que, si alguien tiene tiempo y deseo, pase por ahí para darme un abrazo. Un mensaje sin presión porque todos tienen ocupaciones, porque la vida continúa, porque no es fácil y nadie va a suspender sus actividades solo para venir a saludar a la amiga que se alejó por decisión propia, porque quiso salir de su zona de confort y buscar otros rumbos, que se mudó para encontrarse con el mar y que es feliz viviendo una vida anónima y solitaria, que no la es gracias al whatsapp. Y por eso me levanto todas las mañanas para leer con desesperación los posts de mi prima política Titi, pues ella también libra una batalla en el extranjero, junto con mi primo hermano, a quien admiro tanto. 

 

Estas líneas las escribí en un avión de París a Dublín porque siempre escribo en los aviones. Porque sentada en el avión la vida se ve desde otra perspectiva. Más bonita, más tierna, más pequeña si cabe el término, porque las nubes tranquilizan y acompañan. El francés suena elegante y poético cuando la azafata anuncia el aterrizaje en la ciudad donde me espera mi hijo Tiag. Vengo de París aplaudiendo a mi hermana y conversando con David, el amigo de mi madre. Agradezco vivir en Europa porque me acerca a mi familia: una hija en Madrid, su melliza en Lisboa, el pequeño en Dublín, y ahora mi amiga P. en Madrid.

 

Porque sentada en el avión la vida se ve desde otra perspectiva. Más bonita, más tierna, más pequeña si cabe el término, porque las nubes tranquilizan y acompañan

Tengo una casa en Oeiras. Jamás lo hubiera imaginado, mucho menos me visualicé jardinera, armando una huerta y diseñando un jardín que será parecido al “campo florido”, aquel hermoso espacio de mi niñez, creado por mi abuela Lucía. Tengo intención de volver a ver a mi amiga P. porque con ella regresaremos al pasado y reíremos y cantaremos Germaine, Germaine, une javare ou un tango…porque quizás sí es verdad que pasado, presente y futuro ocurren al mismo tiempo. Y en este presente soy otra persona, alguien que nunca soñó que a los sesenta años se atrevería a vivir una vida tan distinta a la que tuve en Ecuador.



 

 
 
 

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