Mi hermana Lorena me llamaba La Maña. Nació cuando yo tenía 6 años. Para mí era la novedad, la muñequita que llegaba a la casa y que me hacía sentir inmensamente superior a ti Juan, por que ella era la mujer. No sé qué juego nos habíamos inventado que si nacía hombre ganabas tú y si nacía mujer ganaba yo. Nació María Lorena y yo me sentí victoriosa. Era una frutillita, así la llamaban porque tenía un vestido colorado y toda la familia del lado de mi padre la apodó con el nombre de la fruta; también porque tenía las mejillas rosas y una gran sonrisa. Pero el destino para mi hermosa muñequita no fue del todo benévolo, al año nació el bebé más grande, robusto y sonreído del planeta; mi hermano Sebastián que destronó a mi hermana. La pobre dejó de lactar a los pocos meses por el embarazo de mi madre y, al nacer este nuevo bebé, todos los cariños y mimos pasaron al nuevo rey del hogar. Mi hermana tuvo que crecer de la noche a la mañana y llorar con ganas si quería ser atendida. Mi madre me la encargaba seguido y yo la cuidaba feliz.
Ella tal vez no lo recuerde, pues era muy pequeña, pero para mí era una felicidad encargarme de mi pequeña que trataba de obedecerme y de seguirme en todo. A los cuatro años entró al pre kinder y yo era la encargada de llevarla y traerla. Íbamos las dos siempre juntas. Yo jamás la descuidaba o, al menos, esa es mi visión. Tenía apenas 10 años, tal vez no siempre se cumplía. La llevaba a la puerta del jardín de infantes del colegio donde se echaba a llorar y nunca quería quedarse. Conclusión: yo llegaba atrasada y la pobre siempre se quedaba mal. A la salida, ella recuerda que yo compraba cinco deliciosos caramelos de miel La Reina, con un sucre. Eran enormes y yo me los metía todos a la boca. Deseosa, me preguntaba: ¿“Me das uno”? Perversa, le respondía: “Tienes la boca muy chiquita, de ninguna manera.” Y ella aceptaba porque esa es su naturaleza más profunda, la de una entrega absoluta hacia sus hermanos y hacia su familia. Se convierte en una leona por defendernos.
Tiene una sensibilidad tan marcada que enfermó gravemente a la muerte de mi padre. Le dio diabetes infantil. Nunca sabremos si esta enfermedad ya estaba gestándose o se produjo repentinamente; supongo que un poco de las dos por su origen genético. En todo caso, al mes de lo que falleció nuestro padre, ella ingresó al hospital y enfrentó algo que yo hasta ahora, ya adulta, no comprendo cómo fue capaz. La diabetes es de las enfermedades más crueles. Prefiero no entrar en detalles. Simplemente la ha peleado casi toda su vida, y cada día lo sigue haciendo.
Lorena creció y se convirtió en una adolescente rebelde. Y yo en alguien que siguió buscando su camino. Cada una, por la diferencia de edad, se encontraba caminando por senderos diferentes. Sin embargo, nunca olvidaré su apoyo incondicional cuando, junto contigo Juan, realizamos la película Sensaciones. En un momento dado, la única que no nos abandonó fue ella. Pasaron los años. Ella por su lado efrentado su aventura de vida, yo por el mío. Poco a poco, comenzamos a reencontrarnos. Retomamos nuestro diálogo y, de pronto, un zarpazo brutal, el descubrimiento del cáncer de Mami. Nuestra madre, el ser más fuerte del planeta, estaba condenada, parecía una broma de mal gusto, un imposible. Yo me quebré. No estuve a la altura de las circunstancias, mientras que mi hermana Lorena se arropó de un manto de fortaleza y de sabiduría, de paciencia y de dulzura. Creo que era un manto de brillos rosados y azul celeste, al menos así lo veía yo. Comprendí que Lorena se había convertido en el verdadero y único sostén de la familia. Manejaba dos casas, la suya propia dando amor y fuerza constante a sus hijas y a su esposo, y la casa materna que se hubiera desintegrado de no haber sido por ella. Era una guerrera que se coronó reina para guiarnos a todos en el peor de los momentos.
Un año y medio de dolor, un año y medio de tortura, un año y medio de los peores sentimientos. Creo que fue un año y medio en que Lorena no durmió, en que pasó a ser la mejor de las enfermeras; se ponía alarmas en su celular para llamar a nuestra madre a las horas más absurdas de la noche para recordarle que debía tomar su pastilla. La protegía contra todo y todos. Recuerdo una tarde en que a Mamá debían hacerle una transfusión de sangre y unas enfermeras irresponsables trajeron la sangre equivocada. Yo nunca me hubiera dado cuenta. Lorena sí y paró la orden. Llamaba a los médicos a toda hora, no les dejaba descansar sobre el caso de Mami. ¿De dónde sacaba la fuerza? Yo me lo preguntaba a toda hora, pues a mí el sueño me vencía, la angustia me quebraba, el miedo me agobiaba. Cuando se creyó que Mami había entrado en remisión y ella, todavía frágil por su última quimioterapia, recibió la noticia, lo único que quiso es abrazarse de Lorena y nos dijo a la enfermera y a mí que estábamos presentes: “Les presento a mi mamá”. Era cierto. Y aunque se me iban las lágrimas, yo sabía que mi hermana se lo merecía. Ese halago era cien por ciento merecido. Lorena la protegió contra visitas largas e inoportunas, ganándose muchas veces la rabia y la molestia de gente que, en el fondo, sólo quería ayudar y acompañar, pero que muchas veces no comprendía el deterioro y la fragilidad de nuestra madre.
Crédito ilustración. Lisa Torske
Lorena, con amor incondicional, le preparaba la maleta cada tres semanas para ir a las quimioterapias y le colocaba todo en el cuarto de hospital que ya para nosotros era nuestra casa alterna. Yo me refugié en mi hermana y le decía a mi marido y a mis hijos que, si alguna vez enfermo así, la llamen para que me cuide, porque sólo ella sabría qué hacer. Una de mis hijas atravesó por esa época una crisis amarga y complicada y fue mi hermana Lorena quien estaba todos los días al pie del cañón para darnos ánimo a mí y a ella.
Cuando mi mamá ya no fue de este mundo, Lorena nos organizó a Sebastián y a mí para empacar y cerrar, no solo la casa materna, “el vientre” como lo llamábamos, sino el edificio entero. Nos empujó como las aves empujan a sus polluelos para salir del nido y comenzar a volar solos, en este caso, a seguir nuestro camino, a aprender a desprendernos, a dejar lo que ya jamás iba a regresar. Pocos días antes de morir mi mamá me dijo: “Agradezco con todas mis fuerzas el haber vivido este año, sin importar el dolor o las torturas, porque tuve la oportunidad de descubrir y enorgullecerme de mi hija Lorena”. Creo que es la frase con la que soñamos todas las hijas y me siento feliz de que haya sido para mi hermana.
Ahora mi Lorena es una princesa gótica que parece haber arribado de otro planeta. Para el tráfico con sus pintas, sus pelos fucsias o morados, sus tatuajes que a mí me producen escalofríos pues los años me han tornado seria y conservadora, sus vestidos que evocan otras épocas y otros tiempos, sus zapatos de plataformas y diseños extrañísimos. Solo visitar su casa es entrar dentro de un mundo de fantasía de estilo gótico. Durante la siguiente Navidad, momento doloroso para todos, se convirtió para Sebastián, para mí y para todos los niños de la familia, en el hada madrina de la Cenicienta, transformó lo triste en alegre. Su casa luminosa parecía la del ballet del Cascanueces que, hace muchos años, vi por televisión, los detalles eran únicos: dulces adentro y afuera, luces en los árboles, decoraciones de fantasía. Y Lorena, con su vestido de gasa negra, nos sonreía a todos. Yo pensaba, no sin cierto sentimiento de culpa, que debía haber ido a ayudarla. Igual, ella sonreía como si no hubiera sido nada preparar semejante cena. Los regalos que recibimos eran acordes con la personalidad de cada uno.
Mi hermana Lorena es mi cómplice, mi mejor amiga, mi cielo y mi luz, el arco iris luego de la tormenta. Nos hablamos todos los días, nos reímos de muchas cosas. En una ocasión, mientras buscábamos una iglesia para celebrar el mes de la muerte de Mami, vimos dos viejitas que caminaban del brazo con pintas estrafalarias, y nos echamos a reír percibiendo nuestro futuro. “Ahí vamos en unos años”, pronosticó ella. Lorena, la creadora de imágenes, la gran fotógrafa; quizás la más artista de los tres, la más soñadora. A la vez, quien consuela a todos, quien, a pesar de tener tanto problema con el azúcar en su cuerpo debido a su espantosa enfermedad, es la que pone la exacta cantidad de miel en todo lo personal. Lorena es la cucharita de azúcar luego de la amarga medicina. Lorena es la consejera. Lorena es la sabia. Lorena es mi hermana y el tenerla cerca es mi gran regalo. Lorena es mi orgullo.
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