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Carta 129 - 24 dias

24 días de dolor y de incertidumbre hasta sentir que mi reparación se materializó. 


Hace dos años, exactamente el 29 de diciembre, sintiéndome satisfecha con la vida, me lancé en mis esquís montaña abajo en Monachil, cerca de Granada, esperando que mi hijo me siguiera detrás. Unos instantes después, sentí un golpe seco en el cuello, luego un abrazo fuerte y agresivo y finalmente el jalón, el tirón de mi rodilla que parecía que casi se separaba de mi cuerpo con un dolor inaguantable.

 

Fue el comienzo de un cambio radical en mi vida porque, diez días más tarde, me habrían de diagnosticar la rotura del ligamento cruzado anterior más siete fracturas en la rodilla. Dos de los cuatro médicos que me examinaron recomendaron cirugía. Uno de los que no, de hecho, médico de futbolistas, propuso un tratamiento de plaquetas. Decidí no operarme y más bien fortalecer la rodilla. Lo logré hasta el pasado 4 de diciembre.

 

4 de diciembre de 2024.

 

Estoy saliendo del aeropuerto Humberto Delgado de Lisboa, mi hogar desde hace cuatro años. Siento que soy feliz. Acabo de subir mi blog sobre mis 60 años y pienso, wow, me espera un mes hermoso. Entre mis planes más cercanos se encuentra sorprender a mi hija Morgana en Madrid, dos días después, y luego prepararnos para ir a Londres a pasar una Navidad mágica. Miro al Sr. Luis, mi conductor de confianza; ya estoy cerca del auto, a media hora de mi casa, la casa que tanta brega me ha dado remodelar, pero que ya está casi lista. Le hago señas, camino dos pasos y oh, no, la rodilla, la rodilla otra vez, la rodilla que, de vez en cuando, se mueve y me deja sin poder asentar el pie, con un dolor brutal. No puede ser, me repito, estaba caminando tranquilamente, no he hecho ningún movimiento fuerte para que pueda dislocarla. No será grave pienso, siempre he logrado hacerla volver a su sitio, pero estoy sola, no puedo caminar, no puedo asentar el pie, no sé qué hacer, estoy parada en un pie y estoy comenzando a perder el equilibrio.  El Sr. Luis se acerca porque me ve en aprietos. Le pido ayuda. Acerca el carro, me ayuda a subir.  No se preocupe, Sr. Luis, todo va a estar bien, solo ayúdeme a subir. Todo va a estar bien.


Le hago señas, camino dos pasos y oh, no, la rodilla, la rodilla otra vez, la rodilla que, de vez en cuando, se mueve y me deja sin poder asentar el pie, con un dolor brutal. 

Llegué a mi casa convencida de que si la rodilla se había movido de lugar, la iba a devolver a su sitio en la calma y seguridad de mi espacio. Porque en el carro no lo había logrado. El tráfico fue de terror y yo trataba de mover mi rodilla más no conseguí que volviese a su sitio. 

 

Con ayuda del Sr. Guerreiro y del Sr. Luis me instalo en el cuarto de Tiag. Intento varios movimientos y nada. Finalmente, decido arrastrarme sentada para subir los dos pisos porque prefiero mi cama. Y en la noche me convenzo de que la rodilla volverá a su lugar.  No sucede.

 

5 de diciembre.

 

En esta ciudad cuento con algunos ángeles terrenales que me acompañan. Una de ellas es mi profesora de pilates, Andrea, quien llega a las siete de la mañana para ayudarme.  Vamos a lograrlo, me asegura sonreída.  Dos horas de movimientos, nada. Sugiere que me vea una osteópata amiga suya. La salida de casa es una tortura, tengo que bajar los dos pisos sentada y caminar dando saltos con un pie y mis muletas. Una hora y media de trabajo con la especialista y nada. No puedo asentar el pie, el dolor es brutal y continuo. Al salir, le manifiesto a mi hija que lo mejor es ir a emergencia. Pero, estoy demasiado cansada, iremos al día siguiente.

 

6 de diciembre. Emergencia Hospital CUF.

  

Según yo, voy a salir reparada. Tal vez me operen ese día, así funcionaría en mi Quito de antaño.  Nada, me dan tan solo paracetamol e ibuprofeno. Nada, la próxima cita con un ortopedista me puede dar recién para el 19 de diciembre. ¿Cómo lo voy a resistir? Empiezo a asustarme. En emergencia me inyectaron un medicamento que me mareó y que me aceleró el corazón, nada más. Los médicos siempre tienen la razón, los pacientes nunca.

 

7 de diciembre. Llamada a Oporto.

 

El Dr. Espregueira es el médico que me vio hace dos años y realizó el tratamiento de plaquetas. Decido llamar a su clínica aunque estoy segura de que me dirán que no hay cita hasta el nuevo año.  Me responden que puedo tenerla el martes siguiente. Faltan cuatro días. Viajar a Oporto, tres horas de camino con dolor. Tiag debe aterrizar ese martes para quedarse a cuidar el gato.  El señor Guerreiro sostiene que nos quedaremos allá máximo una noche. Yo sé que tomará más. Nadia vendrá también. A veces tengo la ilusión de que voy a conseguir pararme. Cada vez que lo intento duele más.

 

Días siguientes hasta el martes 11.


Aprender a aceptar que te tienen que llevar al baño, que todo cuesta, que estoy a expensas de la ayuda de los demás. A veces me deprimo. Me concentro en hacer scrolling al fb y al Instagram;  la noticia de los niños de las Malvinas, un barrio de Guayaquil, que han desaparecido, me sacude. Deben estar en algún lado, no pueden desaparecer, no pueden, ya mismo es Navidad. Agradezco a quienes me dan una mano constante. Agradezco al Sr. Guerreiro.

 

Viaje a Oporto.

 

Salimos al medio día. La cita es a las 4:00 pm. Ingreso a la clínica en silla de ruedas, aprovechando que tienen varias dispuestas en la puerta.  El haber pasado una semana viviendo como persona con discapacidad, me lleva a reflexionar.  No es bueno ni malo, es, pero me hace falta mi vida pasada. El médico nos recibe y nos indica que estima muy probable que pueda remediar mi problema con un tratamiento, que casi seguro no habrá cirugía, y que me quede tranquila. Sin embargo, él necesita ver una resonancia magnética para tomar su decisión, pero lamentablemente es demasiado tarde para hacerla hoy mismo. Marcamos la resonancia para el día siguiente, al igual que la cita con el médico. Luego, vamos al hotel. El señor Guerreiro me embarca en uno de esos carritos para el equipaje a fin de que no tenga que caminar hasta la habitación. ¡Cómo una agradece las pequeñas bondades! Pienso mientras Nadia organiza un banquete.


El Profesor Espregueira nos anuncia la mala noticia: tendré que ser operada pues el menisco se ha terminado de romper y ha saltado de su lugar. No era la rodilla la que se había movido, era el menisco que, al moverse y saltar de su sitio, bloqueaba todo. No hay nada más que hacer. La cirugía queda marcada para el lunes siguiente y toca comenzar de inmediato los exámenes preoperatorios. Finalmente, regresamos a Lisboa el jueves. Miro a mi hija, se ha quedado tres días conmigo, le agradezco. Ha pasado más de una semana, diez días para ser exactos, y los niños de Las Malvinas siguen desaparecidos. Pienso en ellos casi obsesivamente en el camino de vuelta a Lisboa. 


Me quedan tres días hasta emprender otro viaje a Oporto. Terminamos el árbol de navidad y yo sueño con que sí iré a Londres. Cada vez me obsesiono más con el caso Malvinas, me hundo en el dolor de los padres y no entiendo al mundo. Sé que es un planeta que ama a un violador y misógino como el próximo presidente de los Estados Unidos y que se deja llevar por las fake news más absurdas como que Kamala Harris está envuelta en trata de blancas con el Daddy Yankee. Sé que el mundo  está inclinándose hacia la ultraderecha. Pienso en los padres de esos niños y el dolor me golpea más y más. Pienso que alguna vez viví en esa tierra llena de violencia. Comienzo a ver en redes a gente participar clamando que aparezcan. Mi rodilla y mi incapacidad de movimiento me obligan a entrar en mi interior. Tengo miedo de la cirugía. Yo sufro del mal de Addison y cualquier estrés provoca una crisis. Es una permanente espada de Damocles.


Mi rodilla y mi incapacidad de movimiento me obligan a entrar en mi interior. Tengo miedo de la cirugía.

 

Llega el domingo. Siempre me despierto con la esperanza de que los cuatro chicos de Guayaquil hayan aparecido. Negativo. Tiag me ayuda a hacer la maleta. Esta vez iremos con él. Nadia se queda con el gato. Tres horas hasta Oporto. Todos dirán, ¿y no podías operarte en Lisboa? Suena tan simple. En Portugal las cosas son especiales, diferentes, por decir lo menos, tal vez más emparentadas con Macondo y el realismo mágico, ahora que volvió a estar tan de moda Cien Años de Soledad gracias a la serie en Netflix. Estoy releyendo maravillada la novela y, en paralelo, me banco, a las malas, la muy regular adaptación, confiando que tal vez mejore. 

 

14 de diciembre.


Oporto, Porto como la llamo yo en su nombre portugués, la ciudad que estoy comenzando a amar. Es allí donde todo se me ha abierto cuando en Lisboa se me ha cerrado. A Porto huyeron mis ancestros sefardíes cuando cernía sobre ellos el decreto de expulsión de España. Allí se escondieron hasta que, nuevamente, tuvieron que huir cuando Portugal también decretó su expulsión. De Porto es Flavio, mi primer amigo en estas tierras, quien me mostró las primeras casas y me ayudó a entender cómo funciona el sistema en Portugal. En Porto encontré la abogada especializada en migración que tanto habría de ayudarme a mí y a mí familia. En Porto vive una señora brasileña que gestionó el crédito hipotecario para la compra de mi casa y fue un banco en Porto quien lo concedió. En Porto ejerce el Profesor Espregueira, especialista en rodillas, famoso por haber tratado a futbolistas como Ronaldo y Messi cuyas fotos autografiadas están colgadas en su sala de espera, y quien ahora se habría de responsabilizar por una cirugía inminente. Porto, lo comenzaba a sentir mientras Tiag conducía. Porto, la pequeña ciudad que me recuerda a Ambato, me abría las puertas. Nos dirigimos al Hospital Santa María donde iba a ser internada.

 

Todo suena simple si uno no sufre de Addison.

 

Todo parece sencillo. No es más que una artroscopia. Saldrás caminando y viajarás a Londres. Me lo dicen todos, hasta el profesor Espregueira. Solo que yo tengo Addison. La cirugía va muy bien, pero reacciono mal a la anestesia en el post-operatorio. Me lleno de náuseas, mareos. Tiag, necesito mi hidrocortisona urgente, tengo que ser inyectada. Menos mal, el residente de turno había comprendido mi situación cuando el señor Guerriero se la explicó, y accede a inyectarme. Estoy débil y asustada.

 

Al día siguiente me dan de alta. Cuando llega la fisioterapeuta, me pide que me pare y lo logro. Parece mentira. Estoy parada y puedo caminar con las muletas. Lento, muy lento, pero lo logro. Difícil explicar esa alegría.

 

Regreso a Lisboa y a días complicados, a aceptar que no podré viajar a Londres, que ya no será la Navidad que soñé. Que sí puedo caminar pero muy lento y todavía con muletas. Se habla de unos cuerpos calcinados, no, no lo quiero aceptar. No van a ser los chicos de Las Malvinas. Mis hijas se van a Londres como estaba programado. Tiag se queda conmigo. Le agradezco. Yo me siento triste, pero sobre todo débil. El Addison ha regresado con sucesivas crisis, seguramente la factura por todo el estrés acumulado antes y después de la cirugía. No logro estabilizarme. La Navidad es extraña. 

 

27 de diciembre.

 

Dos días sin decaimiento. El primero, me observo sin creerlo del todo y, el segundo, veo una película de los años setenta, El otro lado de la montaña, la historia de Jill Kinmont, una esquiadora que iba para las Olimpiadas pero quedó cuadrapléjica por un accidente. Tiendo, cuando algo me ocurre, a buscar un caso peor y compararme. Si ella lo logró, yo con más fuerza. Me visualizo volviendo a esquiar. Me visualizo logrando acabar esta casa que tanta brega me está dando.  No es justo. Que se acabe ya, que estoy harta. 

 

Un día X en que no me quiero levantar por el bajón de Addison.

 

¿Qué significa caminar, aceptando tu felicidad y tu fuerza, para minutos después tener que arrodillarte casi del dolor y no poder sostenerte en pie?  ¿Qué significa ver a tu hermano sonreírte, parado en el agua porque trata de salvar a tu perro para, instantes después, verlo arrastrado por la corriente hacia la cascada y por ende hacia su muerte? ¿Qué significa esperar que tus hijos regresen de jugar fútbol, esperar y esperar, y que no haya noticias suyas? Un minuto sonreímos y, un segundo más tarde, lloramos. ¿Qué significa que unos jóvenes que salieron a divertirse no regresen a casa y nadie dé la cara?  

 

Casi todas las noches.



Alrededor de las 4 am llega siempre, con tremendo profesionalismo, el gato Lotus. A veces lo siento subir a mi cama, a veces es su patita en mi garganta la que medio me despierta, o en mi frente, o en mi cabeza. Tira un poco mi pelo, sin agresividad. Es un gato que hace reiki. Trata de curarme, lo sé porque esto solo lo hace cuando estoy mal. Yo sigo durmiendo, él se concentra en sanarme. Al día siguiente duerme, está agotado.




29 de diciembre.

 

Salir de la zona de confort no es fácil. Es el desafío. Llevo tres días sin tener un quiebre de Addison y ya logro subir gradas y caminar veinte minutos. Es poco a poco. Por momentos me frustro, pero de lo que más padezco es del síndrome postraumático.  Si hubiese ocurrido en Dublín, si hubiese ocurrido dentro del aeropuerto, si hubiese ocurrido en el bus desde el avión hasta la terminal. Los millones de potenciales si hubiese me vuelven loca. Todos me recuerdan la suerte que tengo de no tener que volver a un trabajo de oficina, de tener personas a mi lado. El miedo no se va. Cuando esto sucedió la primera vez, hace dos años, sentí que el tiempo en soledad fue un regalo, ahora no. Pero es lo que es.  Mi cuñada y amiga Isabel sostiene que lo mejor es encontrar la fuerza y la vulnerabilidad dentro de una misma. Aceptarse con lo bueno y con lo malo. No es fácil, es convivir con lo que significa cumplir sesenta. Cuando a mi me diagnosticaron el Addison, confronté por primera vez mi vulnerabilidad. No sabía a ciencia cierta cuándo iba a estar bien y cuando mal.  Mi hija Morgana debe llegar en pocas horas. Tengo miedo de no poder atenderla como quisiera porque casi no puedo caminar, porque todavía bajo las escaleras sentada, aunque me he prometido que para ella lo haré parada.

 

30 de diciembre.

 

Todos los días me despierto pensando en los niños de las Malvinas.  Van a aparecer, me digo mientras hago scrolling en Facebook.  Van a aparecer. No pueden ser esos cuerpos que están analizando.

 

Los niños no aparecen. Mi hija Morgana me da felicidad.

 

31 de diciembre.

 

Salimos a Porto con Morgana y con Tiag. Hoy me van a retirar los puntos. Estoy contenta de ir con ellos. Disfruto ese momento de calidad. Una semana antes había regresado de allí, que ya se está convirtiendo en mi lugar rutinario, casi frustrada pues solo me miraron más no me quitaron los puntos. De hecho me dijeron muy poco. ¿Sería que me iba a recuperar? Y ahora me encuentro en la camilla esperando al profesor Espregueira, quien entra y pregunta, 

–¿Qué hacen esas muletas en la pared?

–Son las mías.

–Que yo sepa las muletas son para gente enferma y aquí no hay nadie enfermo.

–Yo.

–No, yo le operé su rodilla y está top, yo puedo dar fe de ello. Levántese y camine.

Me han retirado los puntos y entra el fisioterapeuta y me dice, a caminar, como lo haría Ronaldo. Siento que me caigo, pero no, no me caigo, camino chueca, deforme, tambaleante, pero camino. Luego, me sube a un bicicleta y me dice, a pedalear.

El chip ha cambiado. Regresamos cantando Manu Chau y Carlos Vives a todo pulmón, ah y la Fée Carabosse, la canción que le cantaba Morgana a Tiag cuando era pequeño.

 

1 de enero de 2025.


Me despierto con el nuevo año. Luego de veintitrés días de dolor se comprueba que los niños fueron asesinados. No lo puedo aceptar. Me duele la piel. Yo comienzo a caminar y ellos fueron torturados, calcinados y asesinados. El año comienza. Yo caminaré poco a poco. Yo estoy bien, ellos no. Me da rabia la vida y sin embargo yo camino y eso comienza a llenarme de esperanza. Agradezco mi suerte. La noche anterior, mis hijas, tratando de recordar su pasado ecuatoriano, armaron un año viejo, un muñeco de Trump para quemarlo. Hicimos una fogata en el patio y comenzaron a saltar a la llama. Entonces, una invitada, una amiga portuguesa, se levantó de golpe para entrar  a la casa pero se dio contra la puerta de vidrio con tal fuerza que se rompió la nariz. Quince minutos después de habernos deseado un feliz año. Cayó para atrás muy adolorida. Yo me curaba, ella enfrentaba a una cirugía en las próximas horas, esa es la vida. Cuando salió con su pareja para el hospital, les dije a mis hijas, vamos a abrir el champán y vamos a brindar, por ella, por nuestros sueños, porque esperemos que este año nos traiga alegrías y mucho valor para aceptar los desafíos. Solo no acepto la muerte de Steven, Saúl, Ismael y Josué.

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