El tres de marzo fue una fecha que me sacudió. Ese día el container con todas mis cosas zarpó del puerto de Guayaquil. La confirmación oficial de que ya no había marcha atrás. Mientras ese container seguía en Quito, de alguna manera, yo sabía que seguía manteniendo una atadura, algo que me jalaba de regreso, y eso en cierta forma me tranquilizaba. Ya no más. Alguien tiene que recibir todas esas cajas que van a arribar. Y ese alguien solo puede ser yo. De modo que aquel cordón umbilical que me ataba al Ecuador se cortó, por más que nunca deje de amar al locro y al agua de güitig.
¿Y qué viene? Cuando tomé la decisión de que quería migrar, me hice esta pregunta muchas veces. ¿Qué cosas llevaría conmigo? ¿O, tal vez, no debería llevar nada? Me cuestionaba si debía dejar cerrado mi departamento y mantenerlo listo para el día que yo llegue de visita. Alguien me aconsejó llevarme todo para sentirme en casa, aun estando en tierra ajena. Muchas ideas rondaron por mi mente. Llegado el momento, tomé mi decisión: tan solo mis libros y cinco muebles. Ahora bien, mi biblioteca suma unos 1.400 libros, los que he acumulado a lo largo de toda una vida, desde que mi madre me regaló su colección de libros de cuando ella era niña, desde que recibí el ejemplar de La Biblia contada a los niños de Anne Vries, mi primera lectura a los seis años. De ahí en adelante, seguí adquiriendo muchos, muchos y muchos más libros. Ahora soy una asidua lectora de textos digitales en Kindle, de manera que necesitar los libros impresos, tal vez no sea real. Pero sí, los necesito. Necesito verlos. No me basta mi biblioteca virtual. Necesito su presencia física, porque una casa sin libros a mí no me funciona.
Y luego pensé, ¿qué más? Después de dar mil vueltas por el apartamento, escogí lo esencial: fotografías de mi hermana, dos cuadros de mi madre, ciertos objetos personales, algo de ropa y cinco muebles: el armario y la peinadora de mi abuela Lucía, el biombo de mi abuela Filomena, la mesa de coser de mi madre, y una repisa que aún recuerdo de la primera casa cuando niña, que mi mamá mantenía escondida en el fondo, fondo, fondo de un corredor de su departamento. Ah, y tres alfombras que mi madre juró nunca darme, porque los perros que tenía a la época las arruinarían. Mis hermanos, en un acto de justicia, resolvieron que sí me correspondían.
Todo esto es lo que, ahora mismo, navega en la mitad del océano, temiendo el encuentro con Adamastor. Yo pensaba que tal vez, cual los objetos en la Bella y la Bestia de Walt Disney, se hallarían bailando en este momento al interior de su container. Alguien muy cercano me hizo la siguiente reflexión: «Esas cosas deben estar muy mareadas». Seguro que sí. Por ejemplo, el armario de mi abuela llegó a Mulaló, en las faldas del volcán Cotopaxi, hace un centenar de años. Mucho tiempo después, se instaló en mi departamento. Y ahora, de la noche a la mañana, está en el mar rumbo a Lisboa. No debe ser fácil. Así que pienso que mis cosas sí están mareadas, asustadas, nerviosas, y cada vez más cerca de Adamastor.
¿Quién es Adamastor? Es un personaje de "Las Lusiadas", obra maestra del idioma portugués, escrita por Luis de Camões en el siglo XVI. Este personaje de aspecto pavoroso apareció en el trayecto a las Indias, cuando los marineros, enviados por Enrique el Navegante y capitaneados por Vasco da Gama, navegaban por el cabo de Buena Esperanza, allá donde se acaba África, mejor conocido a la época como el cabo de las tormentas. Es una representación metafórica. Es el mismo concepto del Kraken de los Piratas del Caribe o el Poseidón portugués.
Al momento de releer este escrito, he confirmado en mi computadora (ventajas de esta era digital...) que mis cosas han hecho una escala. Están en Panamá, en tierra firme, tomando un descanso de su travesía, esperando atravesar el istmo y embarcarse otra vez rumbo a Europa. Dudo que estén muy contentas pues el calor allá debe ser abrumador. Luego de unos días, se enfrentarán nuevamente al océano, otra vez no podrán ver un horizonte de tierra. Será solo el mar profundo. Adamastor se les acercará. Cuando salían en pos de las Indias, siglo atrás, todos aquellos marineros aventureros eran presas del temor. Porque Adamastor se presentaba en la mitad de la travesía para volverlos locos. Ya el sonido de las tormentas transmitía su presencia. Porque, en realidad, en la soledad del océano, lo que uno enfrenta no es una creatura mítica, sino su demonio interior. ¿Cómo mantenerse cuerdo en medio de las lluvias que no paran? ¿Cómo mantenerse cuerdo en medio de ese bamboleo constante que no se detiene? ¿Cómo mantenerse cuerdo en ese confinamiento?
Curioso, confinamiento es lo que yo estoy viviendo ahora. Vamos ya dos meses encerrados, saliendo solo para lo esencial. No es extraño que los casos psiquiátricos estén surgiendo en este momento a raíz de los confinamientos en el mundo. Los últimos doce meses nos han puesto a prueba y, por más optimistas que sean algunos, no ha sido fácil. Es Adamastor quien reaparece.
Se dice que, para vencer a Adamastor, hay que enfrentar el miedo. Por eso, estoy ahora tratando de convencerlo de que se convierta en mi amigo. El problema es que a causa de su fealdad, le impidieron casarse con una princesa y ese dolor lo lleva a cuestas, sus lágrimas que caían a borbotones, dicen, fueron las que salaron al mar. Por tanto, Adamastor no quiere mucho a los seres humanos. Y parece que cayó en cuenta de que yo llegué a invadir su tierra hermosa. Me pregunto por qué, entre tantas personas que hay aquí en la región de Lisboa, decidió que yo no le caía muy bien. Tal vez porque cuando escuché su maravillosa y dura historia de boca de la Jose, yo le miré frontalmente y tomé una foto de su rostro de piedra esculpido en el mirador que lleva su nombre, mientras caminábamos con mi joven amiga. Error mío. Dicen aquí que uno nunca debe mirar de frente a los ojos de una persona a quien se encuentra por primera vez, porque te puede transmitir su energía negativa. Pero, por otro lado, también dicen que, para entrar a Portugal, hay que enfrentar los tormentos.
Entonces, aquí estoy, enfrentando a mis demonios. Haciendo las paces con mi pasado. Aceptando, como enseñan a los alcohólicos, aquello que no se puede cambiar, y encontrando la fuerza interior para cambiar aquello que sí se puede. Ahora que estamos en un confinamiento severo, la vida me obliga a enfrentarme a mí misma. No me rodea más familia que mi hijo, y aquí no tengo amigos para ir a tomar un café y charlar, pues conozco muy pocas personas y, quienes conozco, también están confinados.
Es complicado. Sin embargo, me gusta caminar escuchando en Audible las narraciones de los libros de Emanuel Carrère, fantástico escritor francés que acabo de descubrir. U oyendo a Obama, expresidente a quien admiro, leyendo en voz alta su último libro. Agradezco que las vacunas ya estén llegando para muchas personas y que, si aquí no estamos tan bien como en Estados Unidos, (gracias a Dios ya se fue Trump y llegó alguien sensato) por lo menos Portugal ya tiene vacunados al diez por ciento de sus habitantes. Acá, la gente no se hace tantos líos existenciales. Comprende que la ciencia lucha por nosotros, que el virus no es ningún invento y que debemos cuidarnos. Conoce que las pandemias han existido desde el inicio de la humanidad. Una nos tenía que tocar.
En todo caso, hasta que lleguen mis cosas, compruebo que tengo cuatro pantalones que me los repito, dos faldas y dos pares de zapatos. No me ha hecho falta más. Un día me desperté porque hacía mucho calor, y compré por Amazon dos túnicas del estilo que a mí me gusta, hindú. Ya no estoy segura si necesito tantos libros porque he sobrevivido sin ellos. Ya no sé qué voy a sentir cuando los vuelva a ver. Como bien dice Borges, cuánto nos aferramos a las cosas materiales, no obstante que estas no tienen sentimientos. ¿Será? Y con el pasar de los días, Adamastor se me aparece en las tardes y en las noches de lluvia en Sintra para cuestionar mi decisión de haber dejado mi tierra, de haber decidido venir a un país extraño donde reina la burocracia. Ya había leído en los blogs de Blanca Valbuena, una colombiana afincada en Lisboa, que Portugal es un hermoso país, pero que adolece de una pequeña, muy pequeña traba. Su burocracia. Recién ahora comienzo a comprenderlo… pero eso es parte de otra historia.
(Continuará…)
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