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Carta 114 - La vida te puede sorprender de maravillosas maneras

Lunes 11 de enero

La rutina te jala. Por más que uno intente huir, la rutina te jala.

Todavía me parece increíble que no llevé a Morgana a conocer el colegio de Tiag. Un recorrido que, en esa primera semana de clases, ya se había convertido en mi rutina. Pero, durante los días de su estadía en Lisboa, nos dedicamos a otros sueños.

Era domingo. Había regresado dejándola en el aeropuerto y, por tanto, me sentía triste. Comencé a arreglar un poco mi dormitorio aplicando la filosofía de mi hija Nadia. Cuando ella se deprime, cambia la decoración de su cuarto. El mío todavía tenía la energía de Morgana. Y, aunque yo no podía cambiar la decoración en una casa Airbnb, saqué papeles, re-organicé mi ropa, en fin… removí energía y me preparé para la semana que empezaba.

Rutinas diarias de mi vida: llevar al colegio a Tiag, ir al banco a retirar mi nueva tarjeta de débito, firmar el contrato de alquiler de mi futura casa, ir a conocer nuevos doctores. Con mi dolencia de Addison, no puedo arriesgar quedarme sin tener a la mano a varios distintos especialistas. Esta semana almorcé con mi nueva amiga, la "flaca" Cadena y su esposo, maravillosas personas que viven aquí y me cautivan con historias que ellos saben acerca de Lisboa y de Portugal, pues son muy conocedores de Filosofía e Historia.

Me tocan cosas burocráticas, no siempre divertidas. El día de la firma del contrato de alquiler de la casa, se me bajó la moral y volví a ser la Viviana de trece años con el pelo rebelde que crecía hacia los costados (melena de muda como la llamaba mi mamá) y con los frenos que trataban de enderezar mis dientes torcidos. Se me fue el autoestima al suelo. Me sentí menos que todos los que se encontraban en la sala de reuniones de una prestigiosa empresa de bienes raíces donde los dueños habían colocado su propiedad. Me increparon dudosos del origen del dinero con el cual pagaría la renta. Lo sentimos, me decía la corredora, pero usted proviene de un país de alto riesgo, y por eso tenemos que estar seguros de que su dinero no proviene del lavado. Como si en Europa ellos no lavasen a diario millones y millones de euros...

Regresando a mi casa por la noche oscura, lo que ansiaba era un chocolate caliente para el alma, que me lo tenía que ofrecer yo sola porque no me iba a delatar ante mi hijo. Aunque a veces me permito bajonearme, trato en lo posible de que él me perciba fuerte. Y, en realidad, ese era un momento de celebración porque ya teníamos casa. Entonces, ¿cuál era mi problema? Mi mal portugués, mi inseguridad, mis miedos. No hay que olvidar que yo adolezco de Addison, la enfermedad de los miedos, de la que ya he hablado antes.

Y así pasaron dos semanas. Un evento que merece un blog completo es la historia del príncipe Enrique el Navegante, la que escuché fascinada de boca de mi amiga Jóse mientras caminábamos por Lisboa. Ya la contaré la próxima semana. Cada vez me fascina más la historia de Portugal y siento que es parte de mi vida. Hasta ahora me pregunto qué mismo me trajo a vivir en este país. Para quien cree en la reencarnación, podría ser un contrato kármico ya que no tengo otra explicación. Esto también será motivo de otros blogs.

El miércoles y el jueves de la segunda semana de enero, fui a Cascais a almorzar, por diferentes motivos, con dos personas distintas. Es un pueblito de cuento de hadas donde el mar te sonríe y los barcos se mecen tranquilos. Hace diez años llegamos con mi madre a pasar la noche en un hotel frente a la playa. Por la mañana, salí con Tiag pequeñito a sentarme en la arena mientras él corría por esas aguas mansas, fascinado. Ni en sueños imaginaba que sería mi futuro hogar. La vida te puede sorprender de maravillosas maneras, con regalos inesperados. Sabía que era mi despedida temporal de muchas cosas porque el miércoles nos habían anunciado que el viernes 15 entrábamos en confinamiento parcial.

Recordé cuando nos confinaron en Quito en marzo pasado, el temor de que se caían mis planes de venir a Portugal y el miedo de que aquello sucediera. Recordé mi rabia hacia aquellas personas que me decían que qué lindo estar confinados, que ahora se podrían dedicar a hornear y a juegos de mesa con sus niños. Me daba rabia que no entendieran la situación global, el colapso de la economía y que necesitaran de una pandemia para juegos de mesa con sus hijos. Nosotros (Tiag y yo) siempre habíamos dado prioridad a nuestras noches de juegos de mesa o de películas. Qué absurdo. Ahora era el reprisse y los reprises nunca son buenos ni divertidos. De hecho, ahora la gente está cansada y deprimida. Recordé lo que sentí cuando regresé a Quito en febrero en un vuelo desde Miami. Había salido de Lisboa veinticuatro horas antes en el último vuelo que despegó hacia Estados Unidos. No habrían otros más por muchos meses. Leía el libro Soif de Amélie Nothomb y, como un presagio a lo que sería el resto de mi vida, la película en el vuelo Lisboa-Miami fue Variações, la vida de António Variações, un famoso cantante de los años 80. En esos momentos, cerré los ojos y me visualicé como lo había estado hacía menos de un día, en la Praça do Comercio, caminando junto al río Tejo. La tarde anterior, nadie presagiaba el horror en el que caeríamos. Hacía sol, yo caminaba con rapidez, la gente tomaba cervezas en bares al aire libre frente al río. Parecía mentira que iba a cambiar de vida. Y luego todo se paró, todo.


Por eso, caminando ahora por el empedrado blanco y negro de Cascais, tan característico y único de Portugal, pensaba que, pasara lo que pasara, estaba en el país de mis sueños y, si me tocaba volver a vivir un confinamiento tan fuerte y duro como el de marzo, mil veces prefería hacerlo aquí.


(Continuará…)

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