Hace poco, en una reunión, me escuché diciendo con total naturalidad, “Cuando yo ordeñaba”. Cuando yo ordeñaba… Me miraron como si hubiera comentado que alguna vez había viajado a la Luna. Ante los múltiples ojos abiertos de mis contertulios, tuve que darles la obligatoria explicación. Tenía tres años. Mis padres se habían ido a Europa para “recuperar su vida de pareja”, comentario que de por sí, provocó miradas adicionales y, esta vez, muy intensas. Lección preliminar: cuando hablo, siempre hablo de más. La verdad es que, tal vez, en esa época poca importancia se daba a la vida de pareja, algo esencial en toda relación, pero que uno tiende a olvidar con los años. En todo caso, y consciente de que ese tema encajaría mejor en otro blog, lo esencial ahora es que a los tres años me quedé en la hacienda de mis abuelos. Retengo aún imágenes constantes de mí, una enanita, caminando al ordeño de la mano de mi abuelo Rubén.
Se convirtió en parte de mi cotidianidad el levantarme de madrugada, todavía a oscuras, y recorrer el establo de las vacas lecheras. Las conocía de una en una. ¡A cierta vaquita inclusive le habían puesto mi nombre! Las ordeñantas anunciaban a los gritos la producción de cada vaca: ¡“Marisa, diez litros”! ¡“Clarita, cuatro litros”! ¡“Fernanda, trece litros”! ¡“Viviana, ocho litros”! Entre todos esos nombres, el que me impactaba era el de la vaca Viviana. Toda emocionada, yo pedía acercarme, la sentía en parte mía. ¡“Chagüen! ¡Chagüen”! vociferaba el mayordomo. ¡“Chagüen bien”! Lejos, muy lejos estaba el ordeño mecánico. Amarradas las patas traseras, las ordeñantas chaguaban, así se decía y yo lo hice aunque hoy ya no sabría cómo. Fue un momento, fue una vida distinta.
Y eso me lleva a pensar que, con 55 años a cuestos, muchas cosas hemos hecho o vivido. A los diez, tejí una bufanda. Hoy, sería incapaz de coger un par de agujetas. Sin embargo, mientras tejía mi bufanda, me despaché una telenovela entera, la versión venezolana de Cumbres Borrascosas con José Barbina. Luego, intenté hacer un gorro, pero ya no me salió bien. Si en este momento yo comentara, “Cuando yo tejía”, a mí también me sonaría tan extraño como haber ido a explorar otro planeta. A los veintidós, comencé un largo recorrido en el mundo de la equitación. Hoy por hoy, a los caballos los veo distantes. Pero, en una época, era parte integral de mi vida levantarme a las siete de la mañana para dirigirme al club Jericó en San Rafael. Allí tenía a la Flicka, mi yegua, y luego a la Nathalie. Montaba ambas yeguas todos los días. Yo, que he sufrido de alactofobia toda la vida, entraba al cuarto de las monturas y todavía no puedo explicar cómo manejaba a las palomas que anidaban allí, que se quedaban observándome mientras ensillaba mis yeguas. Me tocaba ensillarlas yo misma porque, como decía Hanny, mi profesora germánica, “Si quieres montar, tienes que hacerlo todo tú sola”.
A los nueve, tomé clases de ballet. Literalmente, soñé con ser como la famosísima Ana Pavlova. Me había leído su biografía. Todos los días, sin excepción, la futura bailarina entrenaba cuatro horas por la mañana. Ejercicios de barra. Pliés. Me obsesioné. Entendía que, como decía Geraldine Chaplin en el papel de profesora de ballet en la película Hable Con Ella de Pedro Almodóvar, “El ser maestra de ballet me ha enseñado que la vida nunca es sencilla.”
En otra época fui ama de casa. No muy buena. Pero sí lo fui. Madre, madre, madre. Eso hace parte de otra vida, aquella que nunca termina. Continúa. La llevada a las guarderías, las fiestas infantiles, las fiebres, el colegio. En algún momento, fui esa Viviana madre que se ponía un impermeable largo hasta los tobillos sobre la pijama para llevar a carrera a sus hijas porque estaban retrasadas a la escuela. Hoy no puedo creer que hacía eso. Me da vergüenza retroactiva. La verdad es que no alcanzaba a estar lista a esa hora, y prefería regresar a mi casa a bañarme en paz. Otra vida que llevé fue la de gerente de una productora de comerciales. Durante siete años manejé, o tal vez manejé mal, esa productora. Por increíble que me parezca ahora, a las nueve en punto de la mañana abría la puerta de mi oficina que contaba con un escritorio amarillo, una maniquí sentada dentro de una bañera que me observaba, más todos los grandes actores de Hollywood plasmados en postales colgadas en una pared. Allí me sentaba a hacer números. A sufrir si no ganábamos el contrato para un comercial. Y a preparar la producción, si lo lográbamos. En los intervalos, mi escritura secreta, esperando que nadie lo notara, de la novela que se llamaría El Paraíso de Ariana. Ser directora de cine es completamente diferente a ser escritora. Supongo que ser directora teatral se ubica en algún lugar intermedio. Cuando miro hacia atrás, parece poco probable que yo hubiese acabado deambulado por esos senderos. Pero, así fue. De hecho, me recuerdo en las giras teatrales arribando a Riobamba, a Ambato, a Latacunga. No lo haría ahora. Estoy dedicada exclusivamente a la escritura. Tengo que reconocer que lo único que ha primado a través de las décadas, y creo que desde muy pequeña, ha sido la escritura. Con ella, puedo crecer, convertirme en otra, dejar actividades, tomar otros senderos, cambiar de gustos. Al convertirme en una escritora he podido vivir, en mi imaginación, muchas vidas más que en el mundo real.
Pero, quién sabe si algún buen día, de pronto, tome otro rumbo completamente distinto. Digo aparte de la escritura porque con ella voy e iré siempre de la mano. Pero puede pasar que aparezca una nueva vida, una que me sorprenda y me obligue a superarme, que demande de mí mucho más de lo que me ha demandado hasta ahora la vida. Me siento al pensarlo como si estuviera a punto de lanzarme a una piscina muy fría. Siento ganas y miedo a la vez.