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Carta 85 - In memoriam


Blog de Viviana Cordero

El día sábado se cumplieron 50 años de la muerte de mi abuela. Medio siglo y todavía la recuerdo. Pero, eso no es lo más importante. Quizas lo másimportante es que ella fue quien me hizo escribir. En mi novela El Paraíso de Ariana, el personaje principal, Ariana, tiene una abuela a quien llama La Abuelijita.En la historia, la abuela fallece cuando Ariana tiene 8 años. En la vida real, mi abuela murió cuando yo tenía 4 y, sin embargo, su fallecimiento me causó tanto dolor, y su presencia había sido tan mágica, que me impulsó a inmortalizarla en una novela. Su muerte fue mi primer gran dolor, la primera de muchas muertes.


Extractos de esta primera novela forman ahora este blog que lo dedico a ella. Mi homenaje a ese ser lleno de luz que me hizo creer que la vida podía ser pura fantasía.

LA ABUELIJITA

Como un vendaval entraron los doctores y las enfermeras. Sin ni siquiera darnos tiempo para una despedida, la levantan en bra­zos y se encaminan escaleras abajo. No puedo hacer nada si­no mirar aterrorizada cómo la cargan. Es una sensación espan­to­sa. Quiero gritar: ¡Que no se lleven a La Abuelijita! Pero el grito se queda atorado en mi garganta.


Cuando se marcharon, me escondí en su armario. Deseaba de­sesperadamente sentir su olor para reconfortarme de alguna ma­­nera. ¿Cómo empezó? ¿Qué hizo que te quisiera tanto? Porque el vín­­culo familiar que nos unía no era la única razón. Entre los ves­tidos impregnados de tu perfume, me embarqué hacia otros momentos, buscando una tabla de salvación en el recuerdo, pen­san­do que a lo mejor reviviendo el pasado, lograría traerte de vuel­ta.

 

Desde el día en que los doctores se llevaron a La Abuelijita, la monotonía entró a formar parte de nosotros. El silencio ins­tau­ró su reinado indiscutible. De la noche a la mañana, la vida había per­dido sus colores y se convirtió en una serie en blanco y negro, de esas que pasaban por la tele. Durante las largas tardes en que acompañaba a mamá al hospital, yo recordaba esa otraépoca, la de aquellos días llenos de luz que no querían volver.



Lo único cierto era que todo adquiría un matiz hermoso cuan­do salíamos con La Abuelijita. Llegaba en su auto, pitaba y, en cuestión de segundos, mi mamá y yo estábamos afuera.


Por lo general, íbamos a hacer compras para la casa y La Abue­lijita siempre llegaba con dulces para mí. Mi madre se moles­taba. Decía que, por culpa de las golosinas no iba a almorzar, pero La Abue­lijita me guiñaba el ojo y me sonreía. Le decía a mamá que no se preo­cupara, que una golosina no hacía mal a nadie, y siempre conse­guía que yo terminara saboreando mi chocolate en paz.


A través del velo que divide el pasado del presente, rueda el auto. Ella me pregunta por mis muñecas, por el colegio y mis com­pañeras. Yo le cuento las cosas que me pasan y ella me es­cu­cha, como si mis anécdotas fueran lo más importante en el mun­do.


La Abuelijita es el hada madrina. Me enseña muchas co­sas, me ayuda a resolver mis problemas.


Tenía cuatro años; entramos a una tienda de zapatos; me en­capricho tanto por un par, que mi madre tiene que comprármelos. Al salir me siento feliz, aunque ella está enojadísima. Se sube al au­to y no para de repetirme lo exigente y mal educada que soy, has­ta que llegamos al supermercado. Estaciona el auto y me informa que estoy castigada y que no puedo bajarme con ella. La Abue­li­ji­ta le pide a mi madre que vaya sola a hacer las compras, que ella se que­da conmigo.



Cuando se cierra la puerta del auto, me habla con grave­dad y yo la escucho, mientras esperamos bajo el tremendo sol de me­diodía. Cuando mamá regresa, estoy arrepentida y quiero pe­dir­ perdón. Voy a hacerlo, pero ella no me da tiempo. Entra al au­to y me dice que en el súper ha encontrado la revista que a mí me gusta, la del conejito que cuenta cuentos y que he visto una sola vez en mi vida. Siempre que iba a ese lugar la buscaba en va­no, y ahora mamá finalmente la ha encontrado.

—¿Me compró? —le pregunto, entusiasmada.

—¡NO, POR MALCRIADA!

Ahí sí que estallo. Me olvido de todos los arrepentimientos y lloro a gritos. Quiero botar los zapatos nuevos por la ventana.


—¡Para qué me habló de la revista si no me la iba a com­prar! —reclamo, pero ella no me contesta.


La Abuelijita me cal­ma. Por la tarde, viene a la casa y, en secreto, me entrega la revis­ta. Es la alegría en su estado puro. Ir a su casa es como entrar a un mundo de magia. No faltan cosas ricas para comer. Ella sa­be cómo hacer para que todos estén felices. El mundo sonríe cuan­­do La Abuelijita está por allí.


Cuando salía a la calle y por alguna razón demoraba, todo se ponía patas arriba, las cosas perdían su orden interno. En cambio, cuan­do ella abría la puerta, el océano se calmaba. Sin demostrar can­sancio, iba de dormitorio en dormitorio y, con mucha pacien­cia, se ponía a resolver los problemas de todos. No era fácil ya que la única casada y con hijos era mi mamá. El resto, un verdadero tor­bellino, como decía La Abuelijita riendo.


La tía Alejandra, rematada, gritaba a voz en cuello que que­ría seguir la moda de los hippies. A todo lado iba con su pelo suel­to, larguísimo, un sombrero raído de paja y los blue-jeans ro­tos.

—Por favor, ponte otra cosa —pedía la La Abuelijita con de­ses­peración, pero la tía Ale se reía con fuerza.

—Ay, mami, estás fuera de época.

Había conseguido un trabajo como guía turística y un día, de pronto, se apareció con todo su grupo de extranjeros en la hacienda La Vic­toria para que montaran a caballo. La Abuelijita improvisa cualquier cosa muy bien. Prepara el café para los invitados, sin refunfuñar. Con una sonrisa, los hace sentir en casa. Se van dichosos y nos agra­de­cen una y mil veces en inglés. La tía Ale había decidido que ya de­bían encontrarse hartos de la vida de hotel y que un poco de ca­lor de hogar les sentaría de perlas.


El tío Isaac, en cambio, estudiaba en esa época en los Es­ta­dos Unidos. Todos los lunes, sin excepción, La Abuelijita le fran­queaba una carta en la que le contaba lo que había ocurrido du­rante la semana. Yo le acompañaba siempre que podía al correo y, al salir, ella suspiraba nostálgica y me contaba que hacía eso pa­ra que el tío Isaac recibiera un poquito del aroma familiar y, de esa manera, se sintiera menos solo en esa tierra tan extraña.



Ella pensaba en todos y trataba de sonreír siempre. A ve­ces tenía que hacer un gran esfuerzo para contenerse, como cuan­do el tío Aníbal llegaba con la chaqueta rota y la boca en­san­grentada. En el colegio, él siempre se peleaba con sus compañe­ros. Según el tío Hernando, la culpa es del propio Aníbal por­que es un buscapleitos, comentario que suscita disputas entre los dos hermanos. Suben las escaleras como un remolino en el que sólo se distinguen las maletas del colegio y una maraña de ma­nos y piernas.


—A mí nadie me molesta —le grita con voz ahogada—. Si siguen buscando pelea, la tendrán.


Joaquín es caso aparte. Desde chiquito hace lo que quiere y se sale con la suya. El último, el mimado.


Esa casa llena de gente alegre y dicharachera que entra y sa­le colmando este hogar de vida se acaba el día en que La Abue­li­jita enferma. La tía Ale deja de llenar la casa de amigos, de ar­mar la parranda con Los Gozosos, que era como se llamaban a sí mis­mos ella y su grupo de hippies a gogó. Aníbal y Hernando de­jan de pelear como solían hacer todas las mañanas. Sus pa­sos resonaban duros como martillazos en el pasillo de la clínica, pe­ro ya no decían ni una palabra. Joaquín se volvió duro y her­mé­tico. Los manjares y las golosinas desaparecieron de la no­che a la mañana, y la comida se volvió insípida. Fue como si alguien hu­biera apagado la música para siempre.


(In memoriam: Lucía Maldonado 9 de febrero de 1969)


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