El día sábado se cumplieron 50 años de la muerte de mi abuela. Medio siglo y todavía la recuerdo. Pero, eso no es lo más importante. Quizas lo másimportante es que ella fue quien me hizo escribir. En mi novela El Paraíso de Ariana, el personaje principal, Ariana, tiene una abuela a quien llama La Abuelijita.En la historia, la abuela fallece cuando Ariana tiene 8 años. En la vida real, mi abuela murió cuando yo tenía 4 y, sin embargo, su fallecimiento me causó tanto dolor, y su presencia había sido tan mágica, que me impulsó a inmortalizarla en una novela. Su muerte fue mi primer gran dolor, la primera de muchas muertes.
Extractos de esta primera novela forman ahora este blog que lo dedico a ella. Mi homenaje a ese ser lleno de luz que me hizo creer que la vida podía ser pura fantasía.
LA ABUELIJITA
Como un vendaval entraron los doctores y las enfermeras. Sin ni siquiera darnos tiempo para una despedida, la levantan en brazos y se encaminan escaleras abajo. No puedo hacer nada sino mirar aterrorizada cómo la cargan. Es una sensación espantosa. Quiero gritar: ¡Que no se lleven a La Abuelijita! Pero el grito se queda atorado en mi garganta.
Cuando se marcharon, me escondí en su armario. Deseaba desesperadamente sentir su olor para reconfortarme de alguna manera. ¿Cómo empezó? ¿Qué hizo que te quisiera tanto? Porque el vínculo familiar que nos unía no era la única razón. Entre los vestidos impregnados de tu perfume, me embarqué hacia otros momentos, buscando una tabla de salvación en el recuerdo, pensando que a lo mejor reviviendo el pasado, lograría traerte de vuelta.
Desde el día en que los doctores se llevaron a La Abuelijita, la monotonía entró a formar parte de nosotros. El silencio instauró su reinado indiscutible. De la noche a la mañana, la vida había perdido sus colores y se convirtió en una serie en blanco y negro, de esas que pasaban por la tele. Durante las largas tardes en que acompañaba a mamá al hospital, yo recordaba esa otraépoca, la de aquellos días llenos de luz que no querían volver.
Lo único cierto era que todo adquiría un matiz hermoso cuando salíamos con La Abuelijita. Llegaba en su auto, pitaba y, en cuestión de segundos, mi mamá y yo estábamos afuera.
Por lo general, íbamos a hacer compras para la casa y La Abuelijita siempre llegaba con dulces para mí. Mi madre se molestaba. Decía que, por culpa de las golosinas no iba a almorzar, pero La Abuelijita me guiñaba el ojo y me sonreía. Le decía a mamá que no se preocupara, que una golosina no hacía mal a nadie, y siempre conseguía que yo terminara saboreando mi chocolate en paz.
A través del velo que divide el pasado del presente, rueda el auto. Ella me pregunta por mis muñecas, por el colegio y mis compañeras. Yo le cuento las cosas que me pasan y ella me escucha, como si mis anécdotas fueran lo más importante en el mundo.
La Abuelijita es el hada madrina. Me enseña muchas cosas, me ayuda a resolver mis problemas.
Tenía cuatro años; entramos a una tienda de zapatos; me encapricho tanto por un par, que mi madre tiene que comprármelos. Al salir me siento feliz, aunque ella está enojadísima. Se sube al auto y no para de repetirme lo exigente y mal educada que soy, hasta que llegamos al supermercado. Estaciona el auto y me informa que estoy castigada y que no puedo bajarme con ella. La Abuelijita le pide a mi madre que vaya sola a hacer las compras, que ella se queda conmigo.
Cuando se cierra la puerta del auto, me habla con gravedad y yo la escucho, mientras esperamos bajo el tremendo sol de mediodía. Cuando mamá regresa, estoy arrepentida y quiero pedir perdón. Voy a hacerlo, pero ella no me da tiempo. Entra al auto y me dice que en el súper ha encontrado la revista que a mí me gusta, la del conejito que cuenta cuentos y que he visto una sola vez en mi vida. Siempre que iba a ese lugar la buscaba en vano, y ahora mamá finalmente la ha encontrado.
—¿Me compró? —le pregunto, entusiasmada.
—¡NO, POR MALCRIADA!
Ahí sí que estallo. Me olvido de todos los arrepentimientos y lloro a gritos. Quiero botar los zapatos nuevos por la ventana.
—¡Para qué me habló de la revista si no me la iba a comprar! —reclamo, pero ella no me contesta.
La Abuelijita me calma. Por la tarde, viene a la casa y, en secreto, me entrega la revista. Es la alegría en su estado puro. Ir a su casa es como entrar a un mundo de magia. No faltan cosas ricas para comer. Ella sabe cómo hacer para que todos estén felices. El mundo sonríe cuando La Abuelijita está por allí.
Cuando salía a la calle y por alguna razón demoraba, todo se ponía patas arriba, las cosas perdían su orden interno. En cambio, cuando ella abría la puerta, el océano se calmaba. Sin demostrar cansancio, iba de dormitorio en dormitorio y, con mucha paciencia, se ponía a resolver los problemas de todos. No era fácil ya que la única casada y con hijos era mi mamá. El resto, un verdadero torbellino, como decía La Abuelijita riendo.
La tía Alejandra, rematada, gritaba a voz en cuello que quería seguir la moda de los hippies. A todo lado iba con su pelo suelto, larguísimo, un sombrero raído de paja y los blue-jeans rotos.
—Por favor, ponte otra cosa —pedía la La Abuelijita con desesperación, pero la tía Ale se reía con fuerza.
—Ay, mami, estás fuera de época.
Había conseguido un trabajo como guía turística y un día, de pronto, se apareció con todo su grupo de extranjeros en la hacienda La Victoria para que montaran a caballo. La Abuelijita improvisa cualquier cosa muy bien. Prepara el café para los invitados, sin refunfuñar. Con una sonrisa, los hace sentir en casa. Se van dichosos y nos agradecen una y mil veces en inglés. La tía Ale había decidido que ya debían encontrarse hartos de la vida de hotel y que un poco de calor de hogar les sentaría de perlas.
El tío Isaac, en cambio, estudiaba en esa época en los Estados Unidos. Todos los lunes, sin excepción, La Abuelijita le franqueaba una carta en la que le contaba lo que había ocurrido durante la semana. Yo le acompañaba siempre que podía al correo y, al salir, ella suspiraba nostálgica y me contaba que hacía eso para que el tío Isaac recibiera un poquito del aroma familiar y, de esa manera, se sintiera menos solo en esa tierra tan extraña.
Ella pensaba en todos y trataba de sonreír siempre. A veces tenía que hacer un gran esfuerzo para contenerse, como cuando el tío Aníbal llegaba con la chaqueta rota y la boca ensangrentada. En el colegio, él siempre se peleaba con sus compañeros. Según el tío Hernando, la culpa es del propio Aníbal porque es un buscapleitos, comentario que suscita disputas entre los dos hermanos. Suben las escaleras como un remolino en el que sólo se distinguen las maletas del colegio y una maraña de manos y piernas.
—A mí nadie me molesta —le grita con voz ahogada—. Si siguen buscando pelea, la tendrán.
Joaquín es caso aparte. Desde chiquito hace lo que quiere y se sale con la suya. El último, el mimado.
Esa casa llena de gente alegre y dicharachera que entra y sale colmando este hogar de vida se acaba el día en que La Abuelijita enferma. La tía Ale deja de llenar la casa de amigos, de armar la parranda con Los Gozosos, que era como se llamaban a sí mismos ella y su grupo de hippies a gogó. Aníbal y Hernando dejan de pelear como solían hacer todas las mañanas. Sus pasos resonaban duros como martillazos en el pasillo de la clínica, pero ya no decían ni una palabra. Joaquín se volvió duro y hermético. Los manjares y las golosinas desaparecieron de la noche a la mañana, y la comida se volvió insípida. Fue como si alguien hubiera apagado la música para siempre.
(In memoriam: Lucía Maldonado 9 de febrero de 1969)