Me encanta escribir. Me siento disciplinadamente en mi escritorio todas las mañanas (bueno, casi todas…) para avanzar una novela en curso o para apuntar ideas para un proyecto futuro. Me transporto a este mundo de la imaginación de tal forma que, ciertos días, los más intensos, me sorprende el llamado de Margarita para almorzar. ¿A dónde volaron las horas? ¿Se esfumó tan pronto la mañana? Leí por allí que la felicidad se da cuando el trabajo diario es también el hobby que uno disfruta, de modo que una pasa el día dedicada a una labor agradable. Qué pena que la vida no sea perfecta, porque, en un mundo ideal, yo me pasaría solo escribe y escribe. Pero, la dura realidad es que, después de crear una novela que inicialmente existe tan solo en la memoria de mi laptop, luego me toca zambullirme en tantas tareas indispensables para que la obra se convierta en una realidad para el resto del mundo.
Que la revisión concienzuda, lentísima y repetitiva, para agarrar los errores ortográficos que se esconden como duendes y que reaparecen donde menos se los espera. Que redactar un prólogo. Que escoger una portada. Que el tamaño de la página y el tipo de letra. Y, lo peor de todo, la parte comercial. No me gusta vender. No me gusta promocionar. Me desagrada la sensación de estar empujando a otros a comprar mis libros. Y, sin embargo, cómo me respondió alguien muy cercano, en tono un tanto exasperado, ¿para qué escribes, entonces, si nadie te va a leer? En otras palabras, una parte integral de mi vocación de escritora, guste o no, es convidar al mayor número posible de personas a que saboreen mi novela, que la aborden con curiosidad, como si fuera un nuevo plato en el menú de un restaurante conocido, pero con la deliciosa posibilidad de probar unos pocos bocados, sin compromiso, antes de ordenar.
En las siguientes líneas quiero compartir algunos de los ingredientes y de la sazón que empleé al preparar El Teatro de los Monstruos. Con una lectura de pocos minutos, la pueden probar. ¡Espero les guste! No… frase demasiado tímida… ¡espero les encante, les fascine, les enganche de tal modo que salgan corriendo a comprar el libro! La manera más fácil, rápida y económica (apenas $2,99) es adquirir la versión digital en Amazon.com (ver mi blog anterior de noviembre 13 para refrescar detalles de como hacerlo). La versión impresa de esta nueva 5ta edición estará disponible próximamente, primero en Amazon y más tarde en Quito.
Otra alternativa es que me escriban para enviarles de inmediato un ejemplar impreso de la edición anterior. No puedo concluir esta cuña comercial sin invitarles a visitar mi flamante página web vivianacordero.com. Mal que lo diga yo (más mal que yo no pueda superar mi aversión a ser vendedora…), pero quedó muy bonita. Más importante, estamos construyendo gradualmente el acceso gratuito a muchas de mis obras, incluyendo películas y piezas teatrales. En la página web también pueden leer los primeros capítulos de El Teatro de los Monstruos… y así darán una segunda probadita a la novela a ver si, mismo mismo, les atrae.
En esta obra, sus cuatro personajes rememoran, años más tarde, la siempre complicada transición que nos ha tocado (o nos está tocando) a todos, aquel camino que nos lleva de adolescentes a adultos. Quiero dejar que ellos mismos manifiesten sus pensamientos. Doy la palabra primero a Raúl, un pintor, de personalidad muy intensa y juventud alocada, huérfano demasiado pronto, pero quien, con el tiempo, ha hallado sosiego y perspectiva en su vida.
Yo siempre he sido demasiado impulsivo, demasiado explosivo, demasiado agresivo. Demasiado todo.
Dicen que, cuando alguien querido se muere, todos morimos un poco. Una parte de mí sí se fue contigo. Siempre te pienso, viejo. Quiero de alguna manera compensarte por tanto sufrimiento. Quiero demostrarte que nos criaste bien, que en nosotros dejaste semillas de triunfo y que, algún día, aunque sea un poco lento para demostrártelo, seré tu orgullo.
Comencé a darle en serio, y pintar se convirtió en mi desahogo más íntimo. Sabía que estaba cumpliendo el sueño de mi viejo y eso me llenaba de satisfacción. Eso fue al principio, porque luego ya fue solo mío, me encontré a mí mismo como dicen los ancestros.
Una vez, un profesor en París me espetó:
-Te deseo que sufras mucho.
Y yo pensé, ¿qué clase de hijueputa es este? Cómo me va a desear que sufra mucho. Con el tiempo, comprendí que tenía su razón. Cuando uno pasa por rayas y problemas, cuando a uno le toca sudarla de verdad, las cosas son diferentes. Uno se hace más humano. Con una dosis de amargura, infaltable.
Lo que nunca imaginé es que el loco Raúl se convertiría alguna vez en un ser con paciencia. Ahora la tengo. Aguanto, espero. Aplico una filosofía mucho más Zen de la vida. Al fin y al cabo, todos tenemos problemas, unos más que otros, pero nadie se escapa del sufrimiento.
Ahora le toca el turno a Milena, la profesional, la psicóloga, la niña siempre bien comportada y observadora, pero quien ha reprimido fuertes pasiones, agazapadas debajo de la superficie de su personalidad algo fría y muy analítica.
Éramos jóvenes. Teníamos muchos sueños, sueños que no se realizarían; proyectos que luego quedarían truncos. Teníamos la vida por delante. ¿Quién quería dormir?
Tal vez intensidad sea la palabra que mejor nos define y enmarca. Solo que ninguno de nosotros la llamaría así, sino que apelaríamos a ese barbarismo que tanto significa muy bueno que muy malo; muy apremiante que muy relajante... Tenaz.
Pero, el tiempo es un enemigo de cuidado, liquida y borra las pasiones más intensas y los amores más sinceros.
Nadie elige ni el tiempo ni el lugar para vivir. Cada uno se defiende con lo que le toca. Yo me aferré al grupo porque fueron mi país, mis raíces. No porque los escogiera, sino porque, casualmente, me tocó. Me tocaron.
¿Y es que acaso somos tan perfectos como para juzgar a los demás? Nadie es ni demasiado culto, ni demasiado inteligente. El más perfecto puede arruinarlo todo en un segundo, con una sola frase.
Quien sigue es Electra, la mujer complicada, brillante pero indecisa, soñadora pero depresiva, incapaz de hallar su sitio en el mundo e incapaz de superar una relación muy dolorosa.
Yo nací desadaptada. Desde pequeñita, ya era rara. Para el asombro de todos, me sentaba a oír tangos con el Nono en ese Buenos Aires mío, y toda la familia abría unos ojos de sorpresa tan gigantes como huevos fritos. Más tarde, ya no era la familia la que abría los ojos, eran los amigos de la escuela de Caracas que no entendían verme leyendo BonjourTristesse y vibrando con Gardel cuando ellos bailaban la última de los Rolling Stones. Pasaba por petulante y hasta antipática, pero yo no lo hacía por llamar la atención, sino porque de verdad me llegaba.
Cuando era joven y conversaba con mis amigas, entre todas fabricábamos castillos en el aire. Soñábamos con las maravillas que haríamos al convertirnos en adultas. Yo quería ser actriz de teatro y recorrer el mundo.
Cuántas veces no caminamos durante horas, embebidos de la fragancia que emanaba de una calle. Lo que más me gustaba hacer con Raúl, cuando nos encontrábamos en cualquier parte del mundo, era esperar a que anocheciera y entonces escogíamos una calle al azar y caminábamos sin rumbo fijo hasta el amanecer.
Me hubiera encantado continuar viviendo esa vida de fantasía. Lo más probable es que yo misma la eché a perder. Cuando una tiene algo bello, a veces, no a veces, siempre, debería hacer todo lo necesario para preservarlo.
Desgraciadamente, las cosas bellas terminan cuando menos se las espera.
Cierra esta conversación Sinatra, apodado así por su físico, desafío existencial que él aprende a enfrentar con gallardía y también con resignación, mientras vive su enamoramiento no correspondido con Milena y se esfuerza para encontrar su rumbo profesional.
A mí me dicen Sinatra, que quiere decir, Sin Atractivo. Sí, nací mal, nací feo, nací deforme.
Por otro lado, en cuanto a mi estado físico, mi papá trató de enseñarme a no avergonzarme de mi fealdad. Lo hizo, supongo, con la mejor de las intenciones. Siempre me lo recalcaba. Jamás me dijo palabras de aliento y jamás me hizo tener esperanzas de que mi estado fuera a cambiar. Me enseñó que cada persona tiene que aceptarse tal y como es y no quejarse. Y aprendí.
Uno es más moldeable y se adapta a todo. Tenía que encontrar el poder dentro de mí mismo y no contar con la compasión de otros.
Pues te confieso que uno resiste todo, aunque no lo creas, Milena. Visto desde afuera, parece insostenible, pero, cuando te toca esa situación, simplemente la vives.
Yo no me complico la vida como se complican otros. Quisiera entender la vida. Quisiera un manual de instrucciones para saber por qué nacimos, por qué vivimos y por qué morimos. ¿A quién pregunto? Me quedé esperando que alguno de los muertos regresara a contarme lo que hay del otro lado. Ninguno ha vuelto.
Supongo que, si me repito todos los días que voy a triunfar, tarde o temprano, terminaré por hacerlo. No quisiera acabar como tantos viejos amargados. No, me gustaría terminar sabio, elogiado y respetado. ¿Será posible?
Yo, quizás, por ironía de la vida, en cambio, nunca he perdido ni la esperanza ni la fe. Tiene que haber un Dios que me acompaña y se compadece de mí.
Así que anímense, les va a gustar. Compren el libro y coméntenlo. Para los jóvenes, para los que fueron jóvenes, para los jóvenes de corazón, para quienes quieren recordar su juventud, para los que siguen rebeldes, para quienes quieren seguir siendo jóvenes, para los que viven intensamente, en fin, creo que para muchos, sin importar el sexo o la edad. Me encantará escuchar sus comentarios.