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Carta 63 - Dos años con Nadia



Carolina, mujer que nos ha llenado de sol, prevé que envejecerá con mi sobrino Lorenzo. Mi amiga BK le dice a su hija Simona que no se queje del espacio en la suite donde viven porque van a morir en el mismo cuarto. Un amigo me aconsejó una vez con respecto a mi Tiag: “Disfrútalo porque crecen tan rápido.” ¿El síndrome del nido vacío existe? ¡Sí! Y no es bonito. Escribe Pema Chodron que nos encontramos en constante transición y que esa es la vida, un cambio constante. Hace dos años, en mi casa vivíamos Tiag, yo y el gato de mil nombres (material para varios blogs, pero que pronto merecerá uno, por lo menos). Tres años antes de esos dos últimos, o sea hace cinco años, Nadia se fue a estudiar en París. Al año siguiente, Morgana a Boston. Mi duelo con la salida de mis hijas estaba cumplido. No fue fácil y escribí al respecto.



Antes de partir a París, Nadia me había ayudado a escoger nuestro nuevo departamento. En un acto de total generosidad, me manifestó que no le importaba que éste tuviera sólo tres cuartos, pues ella ya se iba y que estaría feliz instalada en mi estudio los días que estuviese aquí por vacaciones. Fue un período de cambios, ella se mudó y nosotros también, algo siempre complicado para mí. En todo caso, a Nadia la visité seguido. En una ocasión, me acompañó a una gira por festivales de cine que incluyó Marsella, Chicago y Nueva York. Me encantó. Cada viaje a visitarla era una emoción. En cambio, cuando le tocó el turno a Morgana, yo me sentía como un animalito apaleado, por razones muy ajenas, que tenía que hacer grandes esfuerzos para levantarse. Sin embargo, para el mes de mayo siguiente ya me había parado, algo como en la canción I’m still standing de Elton John. También me había adaptado a vivir sólo con mi hijo, que a la época tenía 11 años.



Hace exactos dos años, Nadia venía en el avión a Quito con Tiag y conmigo. La gran diferencia es que, esta vez, ella venía a quedarse un buen tiempo. Un nuevo cambio, su regreso. A ambas aquello nos llenaba de ilusión. Volvía graduada luego de sus tres años de ausencia. Meses antes, luego de varias largas conversaciones, habíamos resuelto trabajar juntas en un nuevo proyecto, la película “Sólo es una más”. Llegábamos llenas de sueños y rebosantes de entusiasmo. Ella pensaba quedarse un año y luego emprender vuelo otra vez para obtener su maestría. A la postre, se quedó dos.


No voy a alegar que fueron dos años perfectos en nuestras vidas. Convivir, de por sí, ya es complicado, más aún con una hija que ya ha probado su independencia. Por otro lado, supongo que para ella volver a la casa era, en cierta manera, un desafío. Lo que sí voy a afirmar es que fueron dos años que nos hacía falta vivir juntas y que nos enseñaron mucho. Nadia ya no era la niña de dieciocho, aquella que se marchó alegre a París. Muchas cosas para ella habían cambiado. Aún más difícil era el intento de trabajar juntas. Durante el tiempo que tomó producir la película, yo fui tanto su madre como su jefa. Complicado, ¿verdad? Eso fue lo que nos deparó el destino. En algún momento de una memorable pelea, en la cual por enésima vez la despedía del proyecto, ella me observó: “Si no es tu familia, ¿quién va a estar para ti?” Y creo que a eso se resume el tema del que quiero escribir. Porque ahora, cuando ya ella no está, me hace falta, de hecho, me hace muchísima falta. Sé que todo lo que comienza tiene ya marcado una línea de final. Desde que nacemos comenzamos a morir. Parece casi irreal que ya pasaron, volando, dos años. Y, no obstante mi felicidad y mi orgullo de que Nadia esté hoy estudiando en el lugar de sus sueños, la Universidad de Bocconi, en Milán, deseo con tanta fuerza que estuviera aquí conmigo ahora, para que me acompañe al teatro y para tomarnos un café y para conversar de cosas de mujeres.



Repito, convivir no es fácil. En ciertos momentos, perdí la cabeza. Teníamos una palabra mágica: “Change”. A veces daba resultado, otras no, pero consistía en que la primera que la decía proponía que cambiáramos el chip del roce y, más bien, nos diéramos un abrazo. En todo caso, este blog es para agradecer aquellas cosas maravillosas que hacen delete de todas las discusiones pasadas. Ella está ya en otro sitio y su camino es distinto al mío. Con su maestría, probablemente (y ojalá), consiga trabajo por allá y siga descubriendo el mundo. Creo, sinceramente, que los padres que impiden el vuelo a sus hijos son egoístas. Duele su ausencia, sí, pero los hijos deben sentirse libres para hacer lo que deseen. La verdad, no concuerdo con esos hogares donde los críos siguen en casita cuando bordean, o pasaron, los 30 años, pero eso, en fin, es sólo mi criterio personal.


Como el cartelito que le pusieron a Lorenzo en la puerta de su apartamento y tal cual la agenda de Dr. Seuss que le regalé a Nadia: “Oh, the places you will go”. Qué lugares maravillosos conocerás, Nadia. Cuando te dejé en París, creí que te había entregado una nota que decía: “Cuánto quisiera volver a tener 18 años y poder vivir todo lo que estás viviendo.” Esa nota nunca salió de mi libreta, qué extraño y quizás es porque ésa es mi lección. A pesar de haber cumplido ya mis 54, debo reaprender a maravillarme. Con cada año que pasa, uno lo hace menos.


En todo caso, y sabiendo que para ella empieza una etapa única, yo quiero recordar y agradecer por los días de sol. Quiero agradecer porque se quedó a mi lado hasta el final de la película, cuando algunos abandonaron el barco. Fue una relación complicada. Nos tocó sortear un sinnúmero de dificultades en la película, proyecto que no me pareció muy difícil, pero que se tornó en extremo desafiante. Quiero agradecer porque siempre, a pesar de los enojos y las discusiones, tuvimos la capacidad de hablar y arreglar. Creo que nunca pasamos peleadas más de 24 horas. Quiero agradecer porque apoyó mi nueva relación, a pesar de que para ella era dura su vida social, pues su Quito de antaño se había trastocado y era difícil hacer nuevos amigos. Muchas veces me proponía salir, pero yo ya tenía programa. Quiero agradecer porque fue mi apoyo constante cuando la película se estrenó y yo caí en una especie de depresión postparto muy fuerte. Sus palabras me animaban cada día a seguir adelante. Quiero agradecer por todas las veces que salimos en el carro, riéndonos y divirtiéndonos cual adolescentes. Quiero agradecer porque, al bajar a desayunar, siempre nos encontrábamos y hablábamos. Yo soy una persona que gusta de desahogarse, pero no soy muy social, así que tengo pocos amigos. Y a los que tengo, les atormento con mis sueños, mis penas, mis proyectos, en fin, de todo…. Y todo esto, ella me escuchaba. Quiero agradecer porque, un día, ella entró a mi cuarto, con cara seria y me anunció: “Mami, he pensado, si algo malo te llega a suceder, quiero que sepas que yo me haré cargo de Tiag y dejaré todo para estar a su lado.” En otra ocasión me dijo que, si tenía que ayudarme como a Alice en la película, lo haría. Espero que nunca le toque hacerlo. (Alice, para quienes no la han visto -y les recomiendo- es una magnífica película interpretada por Julianne Moore sobre una mujer que sufre de Alzheimer a los 50 y tantos años.) No es fácil visualizar, y peor proponer, aunque sólo sea en un imaginario que jamás se dará, el hacerse cargo de la madre. A mi hermana y a mí nos tocó ayudar a morir a la nuestra. Nada sencillo, pero es la vida. Y creo que esas propuestas, ahora que estoy bien y saludable, debo agradecerlas, aunque naturalmente espero que nunca le toque nada tan duro, porque lo único que una desea es que los hijos sean felices.



Y por eso, ahora que ella es ya una joven adulta, me gusta aceptar que, en muchas cosas, yo trato de imitarla. Ella se ríe al darse cuenta que, siempre que la veo comprar algo, sigo sus pasos y compro lo mismo. A veces me escondo discretamente tras los mostradores, ella compra y yo me acerco a pedir lo mismo. Luego, ella observa mi bolsa y me mira con picardía. La última vez fue con la línea de maquillaje Kiko. Yo ni sabía de la existencia de lápices de labio permanentes, ni de lo que ella llama el fixer que es un spray para la cara, es decir, para que el maquillaje dure. Soy de la vieja generación, eso no existía en mi época, usábamos hielo para que el carmín se mantuviera en los labios. Por otro lado, nunca he sido tan cuidadosa de mi imagen. Me maquillo rápidamente en la mañana y, por poco no me regreso a ver al espejo. Entonces, ella es mi asesora de mi imagen. También me mantiene al tanto de lo que está de moda y, tal vez más importante, lo que ya está out. (Yo sigo en los ochentas y por poco en las enormes hombreras de Dinastía.) Así que, le presto atención y aprendo, aunque creo que lo único out que mantengo, a como dé lugar, son mis churos (es decir los churos que volvieron porque me alisé años atrás y, como era un alisado permanente, demoró más de tres años para que regresaran), algo completamente fuera de moda hoy por hoy, aunque yo haya decidido hacerlos in. Gracias a ella he descubierto los jeans Abercrombie, los zapatos Steve Madden, Primark cuando hay que ahorrar, pero que tiene cosas maravillosas, y Forever XXI. Ah, y ahora me acaban de presentar a Antrophologie.



A veces sospecho que, en otra vida, Nadia fue mi madre porque su tendencia natural es a corregirme. En ocasiones eso es motivo de risa, pero en otras me toca recordarle que, por lo menos en esta vida, quien educa soy yo. Por lo fuerte del carácter de ambas, pareciera que no podríamos llevarnos. Sin embargo, ella es la persona que mejor me conoce y alguien que sabe escuchar y aconsejar. Hemos ido aprendiendo a respetarnos y lo único que tengo claro es que, aunque haya salido de casa, vamos a seguir muy pegadas. Morgana, su melliza, siempre ríe al respecto. Ustedes no pueden vivir separadas, nos dice. Curioso, de niña, Nadia era mucho más pegada a su padre. Quisiera que Milán estuviera más cerca, pero ya encontraremos una manera de seguir juntas. Recuerdo un paseo a Epcot Center al que fuimos sólo las dos. Estábamos en Spaceshift Earth y podíamos elegir la casa del futuro. Fue bonito mirar nuestras imágenes en una casa maravillosa. Creo que eso ya lo tuvimos durante estos dos años y lo guardaremos siempre porque, en el fondo, cuando uno así lo desea, quedan grabados en la memoria sólo los recuerdos buenos. Sólo si uno así lo quiere y estoy segura que ambas lo anhelamos. Recuerdo cuando vimos Lady Bird, la película de Greta Gerwig, que de alguna manera contaba, por momentos y en ciertas escenas, nuestra historia. La relación de la madre y de la hija en la película tenía escenas tremendamente similares a ciertas vivencias nuestras. No podíamos parar de reír, sobre todo en la escena en que la chica se lanza del carro. Lo mismo me hizo Nadia una vez y yo me quedé loca, obligada a acelerar por la cola de autos que me seguía en el angosto camino de Guápulo desde Cumbayá a Quito. Por eso pienso que aquí sí sale a relucir el término kin, en inglés, que no tiene a mi modo de ver una traducción fuerte en castellano. Kin es estar emparentados, unidos por la sangre, y eso hace que se vuelva indestructible. Cuando uno es kin, nada se rompe. Es decir, uno puede terminar con una pareja, pero nunca con un hijo o un hermano o un padre o una madre.



Por eso cierro con esa canción de los 60s que nos representa y que la hemos escuchado juntas mil veces. “Happy together.” Ahora, cada una tiene que comenzar a vivir su nueva etapa. Agradezco entonces por los dos años que tuvimos y nos deseo muchos encuentros en diferentes partes del mundo. Trataré de llegar primera a todo, lo bueno y lo malo. No escondo que, a exactamente una semana de tu partida, todavía se me aguan los ojos cuando camino por la González Suárez y siento tu energía. No niego que hay momentos en que debo correr al baño en la mitad de una conversación para que nadie me vea llorar. Entro a tu cuarto, ya vacío, y recuerdo las veces que me sentaba a conversar y luego proponerte pedir pizza o sushi. Ese cuarto que días antes de tu partida comenzaste a vaciar. Era una mezcla de sentimientos, pues salían cajas de recuerdos, de ropa, de instantes. Ese cuarto está ya destinado a Tiag, pero todavía queda tu energía y tu decoración. En todo caso, a lo largo de estos dos años, el ritual era entrar al tuyo para terminar en el mío, viendo una peli. Tú molesta porque yo me quedaba dormida y, en mi estado de vigilia, te pedía que bajaras el volumen. “Ay, mami, contigo no se puede ver películas, te duermes a los cinco minutos.” (Qué vergüenza, yo la cineasta...) Ahora nos separa un océano, pero el primer mensaje en la mañana cuando despierto, es el de ella porque me lleva siete horas de ventaja. ¡Gracias WhatsApp! No sé cómo hacían los padres antes. En todo caso, valga para opinar que uno se acostumbra a la cueva, como decía Platón, porque la cueva es el hogar conocido, con lo bueno y con lo malo, y que es difícil dar comienzo a un hogar nuevo. Pero también para reafirmar que hay lazos indestructibles, que todavía la recuerdo, chiquita, buscando mi apoyo y mi cariño. Bonito sería, a veces, regresar en el tiempo, como cuando una hace rewind en una película, y volver a esos instantes. Al final, y esto es lo importante, también me encanta verla adulta, cursando su maestría en una de las mejores escuelas de administración del mundo. Eso no lo cambio por nada. Así tenga que encerrarme a llorar diez minutos cada día. Y, como dice la madre en Lady Bird, película que me repetí hoy y que me ha hecho repensar y llorar: “Te deseo que seas la mejor versión de ti misma.”

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