Mi padre había decidido que viajaríamos el 22 de julio. ¿Por qué ese día? Porque el 21 era el cumpleaños del Gordito Rosales, mi mejor amigo. Nosotros nos íbamos a París, a vivir. Yo no quería, pero lo que se me concedía como regalo era pasar el 21 con mi mejor amigo. Mi mejor amigo…Tenía quince años cuando le conocí. Yo era una joven poco agraciada, dientes chuecos con frenos, pelo crespo endiablado que mi mamá odiaba y, por ende, lograba siempre convencerme de cortármelo. Así, iba a quedar igualita a Mia Farrow, me decía y me convencía. Pero, una vez cortado, yo soñaba con volver a tenerlo largo, como Vivien Leigh. Y la verdad es que la mayor parte de mi adolescencia la pasé con lo que mi madre llamaba “la melena de muda”. Algo intermedio, que no era ni fu ni fa, ni chis ni mus y que, para domarla, había que sujetarla con mil invisibles.
Aparte, yo era hiper tímida y cualquier cosa, por mínima que fuera, me hacía sonrojar. Sin embargo, como la esperanza es lo último que se pierde, por las noches, muchos años antes de la teletransportación, la física cuántica y la visualización, soñaba en que me convertía en chica popular. Entonces, mi pelo se volvía liso y yo sonreía con coquetería a los chicos guapos del colegio. Si algo tengo a mi favor es que no me quedo en sueños. Para volverme popular tenía que actuar. Así que, con mi mejor amiga, igual de poco agraciada que yo, pero menos tímida, nos hicimos la siguiente pregunta: ¿Cuál de todas las compañeras estaba por cumplir años? Se nos ocurrió proponer a sus amigas hacer una fiesta sorpresa. Pensábamos que esa era la solución a nuestros problemas y que, de esa manera, nos íbamos a llenar de pretendientes. Manos a la obra, nos pusimos a trabajar. No fue fácil. Quien cumplía años era nuestra compañera, Patricia. Sabiendo eso, fuimos a proponer a sus amigas que queríamos organizar una fiesta sorpresa. Más sorprendidas nos miraron ellas. Si a ellas no se les había ocurrido, ¿cómo a nosotros? Cual burocracia gubernamental, nos hicieron esperar la respuesta. Aceptaban, pero con reglas. Finalmente, papeles van y papeles vienen, sendas llamadas y varias listas de los invitados, acordamos que ellas también serían parte de la organización. Igual no teníamos amigas, así que nos pareció perfecto.
Y llegó el día de la fiesta. Yo hice mi entrada con pelo alisado, rogando que no me tocara una gota de humedad para que no se inflara. Y sin frenos, pues los había guardado para la ocasión. Me sudaban las manos, estaba nerviosa, nadie me hacía caso hasta que, de lejos, Alberto, el hermano mayor de Patricia se me acercó y me habló con mucha educación: Hola, soy Alberto, el hermano de Patricia. Quería preguntarle si no le importa que haya invitado a mis amigos. Sé que usted está organizando la fiesta de mi hermana, pero si no está de acuerdo, les digo que se vayan. Wow, no podía creer. Me hablada a mí y me preguntaba si yo aprobaba. De lejos vi llegar a un grupo de chicos, todos guapos, simpáticos y que, a poco de empezar la música, nos sacaron a bailar. De pronto, yo era parte de un grupo de lo más alegre y todos querían bailar conmigo. ¿Estaba soñando? No me convertí en popular al día siguiente. Pasó algún tiempo hasta que lo conseguí, pero lo que sí empezó en esa fiesta es una amistad que dura hasta el día de hoy. La mejor amistad que pueda imaginar.
Hay una canción de Serrat que se titula Tío Alberto. Pues yo debería escribir una que se llame: Mi amigo Alberto. Con los meses, se fue convirtiendo, poco a poco, en mi confidente. Me ayudó con cuanto chico me gustaba. Bastaba que le hablara de alguno para que él le comentara de esta amiga guapísima de pelo lacio (jaja) que era su amiga, y me venía a visitar con él. Igual cuando quería huir de algunitos. Alberto se presentaba, salíamos a escondernos y mirábamos como llegaba el pretendiente, que se retiraba desanimado mientras nosotros nos desternillábamos de la risa, una calle más lejos. A la época, Alberto solía aparecer en un jeep Lada, que lo mantenía impecable. Apenas me subía al jeep, poníamos a todo volumen: Lola, Stairway to Heaven y So Lonely. Recorríamos la ciudad, una y mil veces, encontrándonos con los amigos. Nos sentábamos en un mercadito llamado Salinas, en la 6 de Diciembre, frente al actual Mega Maxi, a tomar bielas en la calle y hablar de todo un poco.
Entonces, Quito era una ciudad pequeña donde todos nos conocíamos. Era como una casa abierta, algo parecido, con sus debidas distancias, al París de Zola de finales del siglo XIX. Esta amistad perduró y perduró. Logró encantar a mi papá, persona muy seria con mis amigos. Lo que no lograba nadie, lo lograba Alberto. Gracias a él, asistía a fiestas para las cuales ya me habían negado el permiso. Llegaba Alberto y, con una sonrisa amplia, comenzaba a convencerle a mi Papá: “Esteban, no sea malito”, le decía una y mil veces, repitiendo sin desmayo hasta que él decía: “Ya Gordo, váyanse y no molesten”. Al tiempo, yo renegaba. Entonces, Alberto iba a golpear la puerta de mi cuarto y comenzaba: “Corderooooo, no seas malita, vamos, va a estar chévere”. La perseverancia y la paciencia le han llevado lejos en la vida. Porque así es en todo lo que se propone.
Fui a visitarle en Boston cuando era estudiante y él vino a Paris. Cuando me visitó, yo estaba en una crisis de desamor y lo único que dijo al verme en el aeropuerto fue: “Vamos, no me gustas débil. Tú eres la que a todos hace sufrir, no la que sufre”. Y me hablaba de mí misma como si de verdad fuera alguien especial. Todos mis novios sabían que lo mío era un paquete, yo venía con Gordito Rosales incluido. Y así fue. Estuvo presente en mis alegrías y en mis dolores. La última fue con la presencia de un cuchillo. Tuve un percance horroroso con Darth Vader y, cuando me vi presa de un peligro mortal, le llamé y llegó a velocidad. Lo increíble fue que logró hacerme reír en medio del horror y del espanto.
Escribo de él ahora porque el 21 fue su cumpleaños, Me puse a pensar que son cuarenta años de amistad. Cuarenta años es bastante, ¿o no? Nos recuerdo bailando Gloria, Airey Claridaden todas las fiestas de la época. Nos recuerdo saliendo de las mismas a comer una hamburguesa… cuando yo todavía era carnívora. Y ponernos a charlar, pero sólo hasta las 5:30 de la mañana, porque le asustaba ver el amanecer. Nos recuerdo soñando, riéndonos, pensando que la vida iba a ser hermosa y la verdad es que, con él, lo ha sido. En mis peores momentos ha logrado sacarme una sonrisa. Ha sabido ver lo bueno en mí. Me ha repetido que me quiere tal y con mis lunares, porque así se quiere a las personas, no sólo con lo bueno. Los seres humanos tenemos luces y sombras, y querer también las sombras no siempre es fácil. Yo soy una persona bastante antisocial. Quienes me conocen bien, dicen que yo soy más antisocial inclusive que mi Bogie, y eso ya es serio. Por tanto, a mis amigos los cuento con los dedos de una mano. No tengo muchos, pero mi amigo Alberto es el número uno, el que se ríe conmigo, el que aplaude mis actos, el que me tiene paciencia cuando es indispensable (algo que, desafortunadamente, suele ser frecuente, sobre todo cuando intervienen Lapsus y Brutus).
Tenemos un ritual. Nos vemos por lo menos una vez cada dos semanas para comer pizza y ponernos al día. Él me cuenta de sus cosas, yo de las mías. Son horas en las que salimos de la rutina, de las burocracias, de los menesteres que hacen gris la vida. Siempre encontramos algo que nos hace reír. Celebro que tenga una linda familia, una esposa que le adore y le cuide, y mucha gente que le quiere. Porque, si bien él es mi único amigo, en cambio, y lo digo sin celos, por el contrario, feliz, muchos nos peleamos por ser su mejor amigo o amiga. Todos valoran lo que yo valoro en él y nos disputamos el privilegio de estar a su lado. Creo que, a cada uno, en su momento, nos ha dado el consejo que necesitábamos, el apoyo cuando hemos flaqueado, la sonrisa cuando lo único que veíamos eran lágrimas. Si yo sumo apenas uno en cantidad de mejor amigo, él tiene muchos, muchos, muchos. (Y estoy segura que cuando lean este escrito le van a mencionar).
Su risa, desde lejos, nos anticipa que está llegando, lo que nos hace a todos sonreír tranquilos porque pareciera que el sol viniera con él. Porque muchos somos quienes necesitamos de esa frase que nos anima cuando estamos de caída. Así que, Happy Birthday, amigo y que hayan muchos momentos más para seguir riéndonos y hablando y soñando. Porque, como dice Serrat: “Decir amigo es decir juegos, escuela, calle y niñez... Decir amigo es decir vino, guitarra, trago y canción. Decir amigo me trae del barrio luz de domingo y deja en los labios gusto a mistela y a natillas con canela. Decir amigo es decir aula, laboratorio y bedel. Billar y cine. Decir amigo no se hace extraño cuando se tiene sed de veinte años. Y el alma sin mediasuelas. Decir amigo es decir lejos y antes fue decir adiós. Y ayer y siempre lo tuyo nuestro y lo mío de los dos. Decir amigo, se me figura que decir amigo es decir ternura”. Gordito estamos a una llamada por teléfono o dos si no contestas o contesto. Se te quiere. ¡Salud!