Juan Ricardo es un niño de cinco años a quien le gusta disfrazarse. Su padre le ha traído de Londres un disfraz de guardia inglés. Él se lo pone y se para en la puerta de la casa. Cuando su hermana Ariana y alguna de las empleadas le pregunta lo que hace, él responde: Estoy esperando a que me inviten a una guerra. Cuando no está disfrazado de guardia inglés se coloca un balde en la cabeza, un cepillo de dientes y cualquier cachibache que encuentre en la cocina y es soldado, pirata, príncipe, guerrero o cualquiera de los super héroes que mira en la televisión.
Pero Juan Ricardo desde hace unos días está inquieto. Ya los disfraces no le son suficientes. Se queda mirando por la ventana. Por las mañanas se despierta y escucha música. Junto a la casa hacía un par de días se mudó una familia. Son tres chicos, el mayor que tiene ocho años, el segundo siete y el tercero cuatro. Cuando llegaron Juan Ricardo los miró escondido en la terraza tras el sofá de mimbre. Les siguió en todo lo que hacían. Ellos llevaban maletas, gritaban por sus juguetes y jugaban entre ellos. Juan Ricardo quiso acercárseles. Pero no supo cómo. Sólo miró escondido. Y al día siguiente ocurrió. Es algo que lo dejó K.O. Era el sonido de un piano.
La música lo envolvió y ahora no se mueve de su cama para seguir escuchando. Esto se repitió durante varios días. Sintió que la felicidad consistía en escuchar esa música hasta que se hizo amigo de los vecinos. Ocurrió de una manera casual. Juan Ricardo se encontraba en el patio trasero cuando una pelota cayó del patio vecino. Oye, ¿Nos puedes pasar la pelota? Juan Ricardo se acercó y lanzó la pelota. Si quieres puedes venir a jugar con nosotros, le dijo el mayor. Juan Ricardo los miró, muerto de ganas. Ni consideró pedir permiso. Simplemente salió y fue hacia la casa de al lado. Es después que Mamá desesperada le explica que uno debe pedir permiso y lo castiga por haber salido solo a pesar de que conoce a la madre de los vecinos y no está en contra de que jueguen, simplemente estaba asustada.
Ya dentro de la casa de sus nuevos amigos, Juan Ricardo quería acercarse a eso que sonaba por la mañana. Es magia, piensa. La madre de los niños los llama a tomar cocoa. Cuando entran Juan Ricardo mira el piano. El mayor se sentó y tocó. Ya, no seas aburrido le dijo el segundo. El mayor no le hizo caso y Juan Ricardo se alegro de que así fuera. Lo escuchó maravillado. Por la noche Juan Ricardo se sienta a la mesa de la cocina y juega a que toca el piano. Esto comenzó a hacerlo todos los días. Casualmente yo había pedido un piano por Navidad y parecía que me lo iban a regalar.
A los pocos días le inscribieron en el Instituto de música sacra. Juan Ricardo es feliz. Ya no vuelve a disfrazarse ni a jugar que lo invitan a una guerra. Comienza a leer música antes de saber leer o escribir.
El piano también llega para Navidad y no soy yo la que lo toca, apenas puedo juntar un par de notas. Es Juan Ricardo quien se adueña del instrumento. Es un piano color miel de marca Yamaha. La verdad yo no tengo ni tuve ni tendré dotes musicales.
A los seis años a Juan Ricardo lo pusieron a estudiar con una profesora rusa. Mamá estuvo en el concierto de los niños del Instituto de Música Sacra. Allí, la madre de una de las niñas le comentó que su hija está estudiando con una profesora maravillosa. Es rusa, le dijo, muy exigente. Carmen no descansó hasta que la llamó. No puedo recibirla, responde Galina Gamayunova. Yo no doy clases particulares. Por favor, insiste Carmen. Sólo escúchelo. Está bien, contesta finalmente Galina, sin poder resistir a tanta presión.
Juan Ricardo y Mamá salen una mañana en dirección a la casa de Galina Gamayunova. Queda por la Santa María y Amazonas. Juan Ricardo toca un par de piezas aprendidas en el Instituto de música sacra. Galina ve algo en ese niño de seis años. Nosotros tenemos prohibido dar clases, le dice. Ella y su marido están en Quito gracias a un convenio que existe entre La Unión Soviética y el Ecuador. Tendrá que ser un secreto. Carmen asiente. Está contenta de saber que Juan Ricardo ha sido aceptado. Se ve que la profesora es muy seria. Juan Ricardo también está contento. Ya es amigo de sus vecinos y ahora toca también en el piano de ellos y ellos vienen a tocar en el de la casa. Nada complicado todavía pero tiene su libro del Instituto de música sacra y toca Los tambores indios.
Suelo mirar por la ventana de mi cuarto como mi mamá y Juan Ricardo salen a clases de piano. Vuelve el momento, son tardes soleadas, al menos así se presentan en mi memoria. Yo estoy enfrascada en el libro de turno o en mis deberes. Siempre salen contentos, siempre regresan contentos. Pero una tarde mi mamá no para de hablar. Llega angustiada. Salgo y pregunto. Tu hermano fue escondido dentro del closet, me dice. Llegaron los de la embajada.
Galina antes de abrir la puerta, escondió a Juan Ricardo en el closet. Le pidió que no dijera nada. Los de la embajada rebuscaron en toda la casa, abrieron el closet y no lo vieron. Él se metió entre las ropas, en el fondo. Los de la embajada saben que Galina está dando clases. En su sistema esto no puede ser, pero Galina está descubriendo la libertad y no lo piensa cambiar por nada. Ahora ella gana dinero propio. Juan Ricardo es un niño tranquilo y obediente. No se asusta. Obedece a Galina. Cuando ella le dice que ya se han ido, que salga, Juan Ricardo lo hace y se dirige al piano. Sigue tocando. Probablemente Galina contiene las lágrimas de miedo, rabia y angustia, pero eso es sólo mi imaginación.
Como lo dije antes, esta es mi percepción de una historia que si la contara mi hermano Jerónimo sería de otra manera y que si lo hubiese hecho mi madre sería diferente y si Juan Ricardo viviría lo haría a su manera. Este es mi recuerdo de una tarde en casa de Galina.
Galina y mi madre se hicieron grandes amigas. Es una amistad que perduró hasta la muerte de mi madre. Los señores de la embajada siguieron sospechando y entonces Galina dejó de dictar clases en su casa. Vino a darlas todas en la casa de mi mamá. Se hablaban por la tarde y tanto ella como su esposo que se unió al plan y dictaba clases de violín, avisaban diferentes lugares de la ciudad en donde esperaban escondidos al auto de mi mamá. Ella pasaba, ellos estaban tras un árbol, o un carro o lo que fuera, salían y a carrera entraban dentro del auto. Esto duró dos años.
Durante esos dos años se fortaleció la amistad. Juan Ricardo cumplió diez años y Galina decidió que debía dar ya un concierto. Mi mamá consiguió la sala del Quito Tenis y Gold Club, el lugar más encopetado y capitalista de la ciudad. Galina sonrió ante la ironía y comenzó a prepararlo en el Concierto para 4 manos de Mozart. Todo iba bien hasta que tres días antes llamaron a la casa del tío Armando. Que eran periodistas. Que sabían de un concierto que iba a dar su sobrino. Qué quien era la profesora. Que una rusa fantástica. Que si se llamaba Galina Gamayunova. Que estaba casi seguro de que así era. El concierto fue un éxito. Galina y Vladimir, su marido fueron deportados dos meses más tarde.
No los volveríamos a ver sino diez años más tarde en Roma cuando amparados bajo el hecho de que tenían sangre judía, los dejarían salir a Ladizpoli y de ahí al Canadá donde viven ahora luego de mucho dolor por todo lo que pasaron al volver a Moscú.
Estamos en Salzburgo. Hemos llegado para asistir a algunos eventos del festival de música. Juan Ricardo no cabe en sí de la emoción. Yo no lo disfruto tanto. A los trece años me obligan a cuidar de mis hermanos menores. Esto no es tan malo por las noches ya que me dedico a leer o a ver televisión y eso me gusta, pero por las mañanas me siento aburrida en medio de mi familia. Quisiera estar con gente de mi edad. Juan Ricardo en cambio mira los carteles pegados por toda la ciudad con verdadera emoción. Herbert von Karajan se presenta con su nuevo descubrimiento, la violinista de catorce años, Anne Sophia Mutter. Esto me motiva ligeramente, una violinista tan famosa y sólo un año mayor, quisiera verla.
Juan Ricardo presiona para ir a comprar las entradas que para desconcierto de mi padre están completamente agotadas. Juan Ricardo se descontrola. Para él no ver a Karajan es asunto de vida o muerte. Les aconsejan que intenten los revendedores. No hay suerte, Juan Ricardo está al borde de las lágrimas. Para las seis de la tarde, hora a la que comienza a agolparse la gente, Juan Ricardo ha escrito un pequeño cartel que reza: Ein karte Karajan. Es decir un ticket para Karajan. Error de sudamericanos ingenuos pensar que eso se podía conseguir esa tarde. Debieron haberlo comprado con anterioridad.
Para las siete y treinta no hemos tenido suerte. Todos estamos junto a él. Papá no sabe cómo ayudar. A las ocho empieza el concierto. Para las siete y cincuenta ya casi todos los espectadores están dentro. Las lágrimas comienzan a rodar por las mejillas de Juan Ricardo. Papá no sabe qué hacer. Desesperado lo lleva a la entrada principal. El resto de la familia nos quedamos lejos. Papá trata de meterse a la fuerza. Es detenido por la persona que recibe los tickets. Juan Ricardo, de diez años, mira anegado en lágrimas al señor. Vinimos del Ecuador sólo para esto, le dice, Papá. Por favor.
El señor mira al niño, luego mira a mi padre. Por favor, le pide. El señor sigue dudando. Espéreme un momento, responde y se aleja. Mi padre piensa que no va a volver más y se enfurece consigo mismo. Cómo, él, un hombre de negocios tan prominente, una persona que logra casi lo imposible, no proveyó con anterioridad. No se lo va a perdonar nunca.
El señor que recibe los tickets vuelve. Sólo el niño, le dice, si está dispuesta a mirar parado junto a mí. Mi padre asiente. Juan Ricardo entra decidido. Juan Ricardo es feliz. Mira dos horas de concierto sin pestañear. Mi padre tiene un nudo en la garganta y los ojos llenos de lágrimas. No quiere estar con la familia, pero todos lo esperamos. Nos pide que nos callemos, que le dejemos un buen rato con su sentimiento, que Juan Ricardo logró entrar. Todos caminamos por las calles de Salzburgo durante dos horas.