Miro una fotografía. Un padre y su hija, muchos años atrás. Sonríen, están en la nieve, son felices. La cara de este hombre me recuerda a la de mi padre. Guapo, muy guapo. En la foto esta persona debe estar en los cuarenta, mi padre falleció a los 43. Su mentón cuadrado y su sonrisa me recuerdan la sonrisa luminosa de él. Sus gafas de marca, su gorro de buen material, el jersey y la chaqueta muy finos, de materiales hechos para durar, suaves al tacto. El rostro, como el de mi padre antes de su muerte, luce radiante, luminoso, tranquilo, dispuesto a comerse el mundo; exitoso, probablemente con muchas mujeres listas a ofrecérsele. Un hombre triunfador siempre atrae; una mujer, en cambio, espanta. La verdad, creo que me hubiera gustado ser hombre, para tener menos hormonas, menos emociones y varias mujeres, junto a la mía legal. Mi problema creo es que nunca he podido traicionar. Nunca supe lo que es tener amantes mientras estaba en pareja, pero tal vez debí probarlo, como lo sugiere tan abiertamente Isabel Allende. Muchas mujeres me han contado que los tienen y que no sienten absolutamente ningún remordimiento. Interesante. Volviendo a la fotografía que tengo en frente, la niña sonríe tranquila, me recuerda a mi hermana Lorena, convencida de que la vida iba a ser segura. Fuerzo mi mente, a esa foto la he visto antes, pero con otros protagonistas, por eso me impacta. Efectivamente, hay una de mi padre, con gran sonrisa, cuando fuimos a esquiar al pueblito de St. Adèle en Canadá. Lleva una gorra muy parecida y sonríe abrazando a mi hermana Lorena, está en un álbum familiar en algún lugar de algún armario. Fue un instante en la vida de ellos también. Pero los bombardeos llegan de golpe, sin previo aviso y a todos nos puede dar vuelta la vida y dejarnos maltrechos. En el caso de mi padre, simplemente la muerte, de golpe, de un manotazo, sin tiempo a decir adiós, en el caso del personaje de la fotografía, golpes y golpes y golpes inesperados, obstáculos que pusieron a prueba su temple, su resistencia, su capacidad de supervivencia. Pero esa felicidad existió, fue un presente y las sonrisas fueron luminosas. Vivieron esos momentos y se quedaron en algún lugar del espacio vital. Voy a esto porque ayer caminé por Little Italy, Hannover Street. A este barrio llegamos hace tres años, Tiag, Morgana y yo. Arribamos felices y salimos a disfrutar de la noche con mi cuñada Isabel, pero veníamos golpeados, lastimados también, luego de muchas agresiones. Recuerdo que en esa época mi estado de ánimo cambiaba en cuestión de minutos. Parecía Sir Gawain (uno de los caballeros de la Tabla Redonda). Por la mañana, me dolía todo, sobre todo los tobillos y el corazón. Para el mediodía lograba sonreír. Por la tarde me mantenía serena y con el caer de la noche, creía que iba a renacer. Toma tiempo construir; qué fácil es destruir. En una frase todo puede estar terminado. Se acabó. Por eso peleo tanto por dialogar, se lo digo a mis hijos, se lo dije a mis parejas, se lo digo a quien me quiera escuchar, a mi equipo de trabajo… Conversemos. El edificio que mi padre construyó hace muchos años fue derrocado en dos días, construirlo tomó tiempo. Me he pasado tratando de construir una vida, el problema es que para hacerlo se necesita equipo. Ahora trato de reconstruirme a mí misma, sin esperar ya nada, porque el día menos pensado la persona que más quieres desaparece, como te pasó a ti, Juan. Estábamos conversando y de pronto ya no eras de este mundo. ¿Cuánto te tardó morir? Recuerdo que eran las 3 en punto de la tarde cuando te jaló la corriente y para las 3 y 05 probablemente ya no eras de los vivos. Igual fue con mi padre. De golpe, regresaba a casa de mis abuelos, soñaba probablemente con nosotros en París y pensaba que pronto estaría durmiendo. Se durmió para siempre. No sintió el cambio. El choque fue brutal, de frente. A mi mamá le tomó año y medio irse y le costó, y entonces sólo quedamos yo y yo, nadie más para dar fuerza a lo menores; cuando mi mamá dejó de respirar y debíamos ir a traer su ropa, tomé la mano de mi hermana y le empecé a tararear su canción de niñez. Le prometí estar para ella, pero igual sentía que ya sólo quedaba yo para enfrentar el mundo. Ser la mayor de toda la familia se volvió un sentimiento extraño. Yo para darme ánimos, yo para calmarme, yo, porque no se puede controlar el estado de ánimo de la persona que está cerca, sea hijo, pareja o padre. Todo esto porque creo que la novela que debo comenzar a escribir debe versar alrededor de la vida con la muerte rondando. Y este personaje de la vida real, Viviana, que se empeña en vivir, a pesar de tener la luna en géminis, a pesar de que tiene Addison, a pesar de haber estado cerca un par de veces, a pesar de que ella no se fue en la cascada esa tarde cuando debía también tal vez hacerlo. Aún así, sigo aquí creyendo que la vida es hermosa cuando hay ilusiones, cuando hay esos instantes Kodak como el del padre con su hija. Yo también acabo de tener un instante parecido al reencontrarme con el mío. En algún momento alguien verá dos rostros, la madre luminosa y el niño feliz. Y es que sí debo decir, recién ahora, a los 53, constato que uno se entrena para ser feliz o infeliz. Parezco libro de auto-ayuda, los he leído todos, no me avergüenza, es más, son mi debilidad y creo que todos tenemos derecho a debilidades. Pero este entrenamiento a la “felicidad” o llamémoslo bienestar, toma tiempo; demora cambiar el chip, toma tiempo no escuchar los comentarios burlones o amargos de las personas que están cerca; demora aprender a reír si te critican como te vistes, te comportas o hablas; toma tiempo sentirse bien con una misma. Mi padre y el personaje de la fotografía tienen esa sonrisa porque se sentían plenos, llenos de sí, orgullosos de sus logros, igual te pasaba a ti, Juan, a pesar de tu juventud, yo no. Me asombra mi destreza con el látigo. Hace un año me sentía muy segura, caminaba por Sommerville con el Bono, el perro de Isabel y, a pesar de mis 52 años, me creía espectacular. Hoy no, tengo un millón de inseguridades, pero lo que me gusta, o más bien enorgullece, es que las combato. Empecé con un entrenamiento físico, caminar e intentar trotar. Al principio no pasaba de los 5 minutos. Lo mismo iba para la mente, no lograba vivir de pensamientos positivos como mi amiga Ani, pero por lo menos un par cada día, me lo imponía. Eso ya era algo. Ahora troto una hora seguida sin problema, los pensamientos positivos también han incrementado, sólo es el reptiliano el que tortura. Acostumbrado a molestar, no me deja muy tranquila. Es raro, está supongo en los genes, el ser negativo o positivo de verdad, porque mucha gente te saluda y te cuenta que le va de maravilla, pero lejos de ello; la historia, cuando se cierra la puerta de la casa, puede ser negra. Yo no sé si es una cualidad, no escondo lo que me ocurre. Cuando me siento mal, lo digo de frente y cuando estoy bien salto y brinco, como lo hacía mi papá. Curioso, él sí era un optimista, sonreía y saltaba. Llegaba a la casa brincando. A mí me molestaba, yo más bien parecía el personaje de Tristesa en Intensamente, la película. Me fastidiaba que rieran delante mío y que dijeran que todo era hermoso, en cambio ahora, miro a la tía Julia, y quiero copiarle en todo. Ella siempre está feliz. Me cuenta Joaquín que, inclusive en su cumpleaños, se despierta cantándose Happy Birthday to me, que cuando aterriza en un avión aplaude emocionada. Wow. Tal vez si yo no hubiera sido tan terca, tal vez si no me hubiera gustado pelearla tanto, tal vez si pudiera controlar las emociones como los emoji. Hace unos días fui a ver la película (fatal por cierto) pero contaba la historia del emoji me, O sea el bla, el que no muestra emociones, el que sabe controlarse y lleva siempre una cara ligeramente negativa. Pero este emoji, no puede hacerlo, no resiste el emocionarse por todo, no logra esconder sus sentimientos. Hoy recibí la noticia de que a mi hermano no le funcionaron los frenos en la Panamericana y que estuvo en medio de un choque de cuatro autos, pero él está bien, o sea, no le llegó la hora. La hora llega cuando llega. Y pienso otra vez en su vida y en la de Juan Esteban, eso es algo metafísico, a Sebastián le queda mucho por hacer, me contagia con su magia y su sabiduría cuando viajamos. Lo veo poco, pero cuando estamos cerca hay una bonita conexión; tiene mucho de mi papá y seguro hay una foto de él con su hija sonriéndole a la vida y que enloquece a las mujeres. Me gusta saberlo exitoso, me gusta que lo quieran, me gusta verlo sonreír, creo que si le pasaba algo colapsaba, porque muchos en mi vida se han ido y está bien, ahora han llegado otras personas, muy especiales. Un ejemplo, mi madre se llevaba con mi tía, que era bastante cercana en edad, ahora yo he retomado contacto con su hija y me gusta. Por eso, como le decía ayer a mi hijo, mientras sigamos en esta estación, supongo que si te dan limones a hacer limonada. Pero es duro el entrenamiento emocional, toma tiempo y paciencia cuando recaes. Un día mientras estábamos en Boston, aparentemente, a mi hijo le robaron su celular, y la que se deprimió toda la tarde fui yo. Llegamos al hotel y nunca lo había llevado consigo, estaba ahí; él saltaba en una pata y yo, tenía rabia contra mí misma porque no había logrado sacarlo de mi mente y toda mi tarde fue un emoji triste. ¿Es eso co-dependencia? ¿No poder controlar los sentimientos por lo que les ocurre a las otras personas? ¿Sentir demasiada empatía? ¿Deprimirse porque los otros se deprimen? ¿O es simplemente ser humano? Yo no sé. Mientras tú viviste, Juan, yo bailaba a tu ritmo, que siempre era upbeat. Había que ser felices porque todo era hermoso y era verdad. Incluso, te fuiste a la muerte, sonriendo. Pero era fácil levantarse y saber que alguien estaba con una sonrisa sincera cerca de ti. Era real, te levantabas decidido a hacer de tu vida algo bueno, positivo y hermoso y eso me calmaba a mí. Te burlabas de mi cara de Tristesa todos los días y me cambiabas el ánimo. Éramos jóvenes, éramos felices. Nunca pensé que iba a sentir un dolor tan fuerte como cuando te fuiste y que iba a tener que enseñarme a levantarme sola. Me pasé buscando gente que lo hiciera por mí, nunca aparecieron, sólo personas con diferentes tipos de depresión, unas más leves, otras más fuertes y era yo quien se esforzaba por levantarles. Yo, parece de tira cómica, la persona más negativa de la faz de la tierra, pero que negativa y todo, se obligaba a viajar, a comprar, a sonreír, a quedarse encinta y soñar con sus hijas, a construir hogares, a decorar, a escribir, a hacer pelis y teatro. Cuando me cambié a mi último apartamento, quería dejarlo todo a medias, con las cajas a medio abrir, pero todas las mañanas me ponía metas: cinco cajas por día, si podía dos más. Parecía mentira, deprimida y todo, lo lograba. Lo logré, tengo un departamento hermoso, el más lindo creo yo y lo hice. Y por eso, durante muchos años, amparada en lo que había aprendido de ti, Juan, creía que tenía el poder de hacer feliz a la gente, que mi sonrisa podía animarlos, porque alguna vez alguien me dijo que cuando miraba, en mis ojos veía el sol (ja, ¿coquetería de galán? Sonó bonito, cursi y todo, pero decía que yo tenía un poder para impulsarle, fue hace muchos, muchos, muchos años). Lejos, muy lejos. Lo que sea que una trata de controlar, lo controla a una. Ahora trato de animarme a mí. Y a veces lo logro, otras no. C’est la vie. Porque tal vez, sólo tal vez, es bueno tener sentimientos, buenos y malos. No sonreír siempre, sino también llorar y si alguien te puede escuchar, qué bien, si no, ni modo. No creo que sea malo llorar. Vuelvo a la fotografía del principio, de ese personaje lleno de luz que sonríe. Lo hace de verdad y eso muestra que la vida es hermosa, que en su momento todos sonreímos así, que la vida es ciclos y que ya, como dijo mi carta astral, está por comenzar una maravillosa etapa, ¿y si no? Algo me inventaré para creer que sí.
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