Acabo de llegar a París. Un vuelo largo larguísimo. Son las 9 de la mañana y el taxi me ha dejado ya en la puerta del pequeño estudio que será mi casa por diez días. La entrada es una estación de gasolina y un parqueadero; caminando unos pocos metros a la mano izquierda hay un pequeño patio que da a este inmueble y en el primer piso el estudio. Estamos a cincuenta metros de la Bastilla. Mientras recibo y trato de entender cómo funciona todo, llega Nadia con baguette, pan au chocolat y su hermosa presencia. Ya solas desayunamos y minutos después me meto a la cama, luego de reírnos a carcajadas y decirle que me recuerda a un dibujo animado de una película de Disney. Quedo seca hasta las dos de la tarde. Salimos a almorzar, omelette en el café del frente y luego a recorrer Saint Germain. Pasamos por la isla de San Luis y en la parada de bus miro“mi casa”. Esto es un juego que tenemos Nadia y yo. Es una casa hermosa a la salida de la isla, con jardín incluido. Debe costar una fortuna, pero en el mundo de los sueños esto no cuenta así que la miro y pienso que es mía. Trato de imaginar cómo será por dentro. Si hubiera sido una autora tan exitosa en ventas como J.K. Rowling ya sería la dueña, pero la realidad es otra y en ese momento no me importa. Cuenta que estoy en París y que la ciudad me sonríe. Caminamos, miramos vitrinas, me quiero comprar todo; son las rebajas, imposible resistirse, pero quien sale con bolsas es Nadia, una hermosa falda farol dorada para la disco. Yo dudo y la mitad de las cosas no me quedan tan bien, ya no tengo la talla de los 20 años. Nadia soñaba que fuéramos juntas al Café de Flore así que ahí terminamos esperando a que empiece Whiplash de Damien Chazelle. Y así fue como comenzó otra vez mi romance con París. Quéhicimos: visitar el Marais, tomar el té con mi prima Manuela, ir a la Comédie Française y salir ligeramente decepcionada con el Tartuffe, y con Diane Von Furstemberg: (todo lo barato se había agotado), ir a la Medalla Milagrosa. Sin ser católica, esto era un pendiente. Cuando vivíamos en París mi madre siempre que necesitaba pedir algo iba a la iglesia de la Medalla Milagrosa. Le daba paz, no sé si funcionaba o no, pero ella salía más tranquila. Ahora yo quería agradecer por algo que luego de su muerte nos había tomado mucho tiempo arreglar. Cuando llegamos, a la mañana de un miércoles, la iglesia estaba llena de africanos, una cosa impactante; estaba comenzando la misa y ahí nos quedamos, paradas pues todos los lugares para sentarse estaban ocupados. Canastas llenas de pedidos, en ese momento yo sólo quería decir gracias. Al salir, sólo pensaba en ese entonces ya lejano en que acompañaba a mi madre. Siempre, luego de entrar a la iglesia íbamos a pasear por el Bon Marché. Hoy no tenía deseos de entrar. Ya ese París antiguo no va más y duele tratar de revivirlo. Nos sentamos a almorzar, conversamos y caminamos hasta Le Bête, el edificio más horroroso de París. Dicen que la vista desde la cima es la más hermosa de la ciudad porque justamente no se ve esa monstruosidad. No todo tiene ni es perfecto. Esa tarde tengo sentimientos encontrados, discuto con Nadia, la vida… Mejor recuerdo las noches en que pasamos en el cine. Con Nadia vemos todas las candidatas al Oscar. Los días se nos pasan al vuelo. Llega el viernes, Hans y Tiag han viajado toda la noche y el día anterior. A las siete de la mañana nos despertamos para comprar pan fresco. Los vemos llegar en el taxi. Cambia la perspectiva, ya no somos las dos recorriendo sitios con significado personal sino que entramos en el París de los turistas. Mi marido y mi hijo duermen toda la mañana y por la tarde comienzan las caminatas. A los cinco minutos están congelados. Vamos a comprar gorras, licras y guantes; no pensaban que el invierno iba a ser tan duro. Yo me río, ya estoy acostumbrada. Por la noche Interestellar con Tiag que ha soñado con verla. El París de los turistas es la torre Eiffel y la maravilla de subir hasta el último piso y extasiarnos con París luego de una cola en medio de la lluvia y el frío; al bajar en el primer piso diviso una pista de patinaje en hielo, Tiag enloquece y de no sé dónde me sale el valor. Patinar mirando París no tiene precio, aunque también en mi dislexia corporal pienso que a cada segundo estoy a punto de desnucarme. La casa de Víctor Hugo, la Défense, el museo Picasso, la Madeleine, el Sacre Coeur, Montmartre y nuestro queridos amigos, los Jara. Sólo la última tarde me escapo. Hans y Tiag van al Louvre, yo a ver una película israelí llamada Mi Hijo de Eran Rikklis. Salgo conmocionada por la historia. Esa noche hacemos maletas. A las cinco de la mañana siguiente salimos para la magia y el misterio de Estambul. Antes de acostarme acompaño a Nadia a dejar sus cosas y a traer su maleta. Mientras ella sube a la residencia yo me quedo en la banquita de la esquina que da al Sena. París, mi París se queda otra vez. ¿Cuándo te volveré a ver? Miro el agua turbia, esa vista que casi se ha vuelto mía; miro Pont Marie, miro el quai. No sé si quisiera vivir en esta ciudad, tal vez me gusta llegar así para que cada vez que venga me llene de su magia. Me da tristeza irme. Siempre pasa demasiado rápido, y siempre al llegar a Quito siento como si todo hubiera sido un sueño.
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