Pensando en el gato Lotus de Morgana recordé un cuento que escribí a los 18 años y que después formó parte del Paraíso de Ariana. Lo incluyo ahora en homenaje a nuestro nuevo compañerito: LOTUS.
SKIPPY
Quien más me acompañó durante aquellos momentos de desconcierto fue el Skippy, mi gato negro. Cuando sentía que ya no tenía fuerzas para matar el aburrimiento en el que había caído desde que la Abuelijita enfermó, corría a buscarlo por los jardines y me lanzaba al césped, abrazándolo con fuerza, tratando de matar mi ansiedad así, ahogando en su cuello tibio mi rabia de no poder cambiar el destino.
Su piel era suave como el más fino de los terciopelos. Vivía en La Morita y lo conocí un día mientras paseaba. Se me acercó despacio, sigiloso. Cuando caí en cuenta de su presencia, se quedó inmóvil, mirándome fijamente. Me acerqué con cuidado. Él se dejó acariciar. Como no sabía de dónde había aparecido, le pregunté a Juan Ricardo si él lo había visto antes.
—Sí —me contestó—. Es el Skippy y vive aquí.
—¿Y quién es el dueño?
—Yo. Es mi gato.
—Vamos a darle un poco de leche —propuse—. Apuesto a que tú nunca le das de comer.
A mi hermano aquello le pareció una gran idea. Lo llevamos a la cocina y mientras le servía un tazón con leche, le pregunté si él le había puesto ese nombre.
—Sí. Le puse Skippy, como el canguro de la televisión.
—¿Y no te da miedo de que sea completamente negro?
—No —replicó Juan Ricardo con pasión—. Es mi gato y a mí me gusta así.
Yo había escuchado que los gatos negros traían mala suerte, pero este animalito parecía amigable, así que decidí dejar de lado aquel pensamiento y también lo adopté.
Le di la leche y se la acabó tan rápido que tuve que servirle unos cuantos tazones más. Lo observábamos mientras devoraba su comida con avidez, protegiéndolo de los perros del guardián que gruñían saboreando de antemano el plato del Skippy. En eso estábamos cuando entró la Lucrecia. Al ver lo que hacíamos se puso furiosa y estalló. Empezó a vociferar para que nos alejáramos.
—¡La leche es para la casa! —nos gritó—. Si no se van de aquí con ese gato negro, le aviso a la señora Carmen.
La Lucrecia siempre se ponía así, gritaba por todo y detestaba que entráramos a su cocina, peor si era para tomar algo de comer. Nosotros le temíamos muchísimo, pero ese día nos dio tanta rabia que los dos nos rebelamos y le gritamos al mismo tiempo:
—¡Déjanos, longa metiche, es nuestro gato y queremos darle de comer!
—¡Qué va a ser gato de ustedes! Ese horrible gato negro es del don Pablo. Ya le voy a decir para que se venga a llevar y le mate, mejores.
—¡No te atrevas! —le grité.
Cargué rápidamente al Skippy y pedí a Juan Ricardo que agarrara el tazón de leche para que no se lo quitara. Huimos de su alcance a toda carrera y volamos a escondernos en el sitio más alejado de la quinta.
Pusimos el tazón de leche en el muro y trepamos al Skippy para que pudiera comer tranquilo. Estaba furiosa. Pensaba en todo lo que me había dicho. Así que el Skippy era del Pablo. El Pablo era el cuidador de la quinta y yo le odiaba porque tenía a todos sus animales muy flacos. Le pedía que les diera de comer pero él sólo se reía.
—Sí les doy pero ellos acaso que comen, ca —me dijo un día con tono seco.
Decidimos pactar con la Lucrecia porque cuando ella se enojaba con nosotros, era capaz de todo; nos encaminamos hacia la casa. Cuando entramos a la cocina notamos que ya se encontraba de mejor humor, pues no nos echó como acostumbraba hacerlo. La primera reacción de mi hermano fue tratar de disuadirle para que no hiciera daño al Skippy. Ella se rió burlonamente y yo hice una señal a Juan Ricardo para que se callara. Sabía que si continuábamos hablándole de eso, iba a pasárselas amenazándonos con deshacerse de nuestro gato.
Cuando llegó la noche me fui a acostar un poco nerviosa. Al día siguiente comprobé con alegría que el Skippy seguía allí y que la misma Lucrecia le había puesto un tazoncito con leche. Pasamos todo el día con él y desde ese fin de semana se convirtió en nuestro amigo.
Apenas llegábamos a La Morita corría hacia nosotros, desde donde estuviera. Nos seguía a toda velocidad hasta que el auto se estacionaba y entonces se sentaba a mirarnos fijamente. Nosotros nos bajábamos y tan rápido como podíamos íbamos a saludarlo.
Cuando llegaba el domingo, Juan Ricardo y yo tratábamos de llevárnoslo a Quito, pero mami nunca lo permitía. Tanto ella como papá sentían total desprecio hacia los animales y la sola idea de tener uno en casa les espeluznaba. Cuando llegaba a Quito me carcomía imaginando su soledad, su hambre.
Con el pasar del tiempo, hasta papá y mamá tuvieron que acostumbrarse a la presencia del Skippy en La Morita. Ya no decían nada cuando lo veían dentro de la casa. El acompañarme a mirar televisión se convirtió, para él y para mí, en una agradable rutina y muchas veces se quedaba durmiendo conmigo en la habitación.
Una mañana lo saqué temprano para que se paseara, mientras yo me vestía. Cuando terminé de desayunar, salí pensando que lo iba a encontrar esperándome en la puerta de la cocina, como siempre hacía. Al abrir la puerta me llevé la gran sorpresa. No estaba. Lo busqué y lo llamé durante un buen rato y nada. Preocupada fui a preguntar a mi hermano si lo había visto.
—Sí —me contestó de lo más tranquilo—. Está en la laguna comiéndose un pájaro.
Su respuesta me dejó fría. No lo podía creer. Pensando que todo era un invento de Juan Ricardo, me dirigí hacia la laguna para ver si lo encontraba, pero al llegar, observé con horror que lo que me había dicho no era mentira. Ahí está, un montón de plumas yacen a su lado, y entre las patas delanteras reposa el pájaro pequeño, desgarrado ya.
Apenas me ve, deja su presa y se acerca a toda carrera. Lanzo un alarido de asco y de espanto. Corro alejándome de él, pidiéndole a todo pulmón que no se aproxime. El Skippy se detiene en seco y se sienta a mirarme. Sin poder reprimir una sensación de malestar, lo insulto, lo echo. Lanzo patadas al aire para que no se atreva a volver. Ya en casa siento que lo que ha hecho es algo demasiado cruel. Durante todo el día recuerdo con horror la imagen de la mañana y no puedo comer nada. Siento ganas de vomitar.
Yo la veo desde aquí, como no he dejado de verla dentro del armario. Ariana sentada a la puerta de la cocina, cabizbaja, con su camiseta sucia, su overol, su flequillo y sus dos trenzas. Ha estado tanto tiempo en silencio que quiere contárselo todo a alguien. La Lucrecia se le acerca. Le describe todo sin ahorrar los detalles sórdidos. Cuando termina, es decepción y dolor lo que se enreda en su garganta.
—Pero y qué espera, pues, niña Ariana —me dice la Lucrecia con su tono algo seco—. Cuando los animales no tienen quién les dé de comer, aprenden a arreglárselas solos. Como al don Pablo ni le importa que el gato viva o se muera, su Skippy ha aprendido a sobrevivir solo, cazando lo que puede. Pero usted, ¿de qué se queja? ¿Acaso cree que el pollo que usted come todos los días no fue antes un animal vivo? ¿Dónde vive usted?
—Pero no tenía que matarle a ese pajarito, yo siempre le doy leche —respondí tragándome las lágrimas.
—Vea, niña Ariana, el Skippy ya está acostumbrado a cazar —me contesta entre malhumorada y dulce—. Él no diferencia los días normales de los fines de semana. Lo único que él sabe es que si no caza se puede estar muriendo de hambre. ¡Y ya no me moleste más que tengo que hacer!
Sigue Ariana sentada en la grada. Lucrecia entra a la cocina. Poco a poco empieza a comprenderlo todo. Siente como si alguien le hubiera quitado una venda que le impedía entender el mundo. ¿Entonces la vida no era tan linda como se empeñaba en sostener Abuelijita? ¿Era tal vez a ese tipo de cosas tan duras, como las que le tocaba hacer al Skippy para no morirse de hambre, que aludía la abuela Marieta cuando decía «la vida es un valle de lágrimas»?
Lo llamé a gritos. El Skippy no se hizo esperar. Apenas escuchó mi voz, vino corriendo y como si nada hubiera pasado, se sentó en mi falda. Lo estuve acariciando un buen rato y luego lo llevé a la cocina para que comiera repetidas veces su tazón de leche con pan. Mientras lo observaba devorar su plato pensaba, con un nudo en la garganta, que mis cuidados de fin de semana eran casi nada comparados con los largos días que tenía que pasar comiendo desperdicios y migajas.
Supe y acepté su necesidad de cazar y a partir de ese día, todas las noches, en mis plegarias nocturnas, le pedía al Niño Jesús que no olvidara dar al Skippy muchos pajaritos.